No nos quedemos con las puertas cerradas, al celebrar Pentecostés abramos el corazón a la acción del Espíritu y dejémonos transformar por El
Hechos 2, 1-11; Sal 103; 1Corintios 12, 3b-7.
12-13; Juan 20, 19-23
Para siempre nosotros identificamos Pentecostés con el Espíritu Santo,
con la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el cenáculo y
que en esa fiesta, como nos narra Lucas en los Hechos de los Apóstoles, se
derramó abundantemente sobre ellos.
Bien sabemos que era una fiesta judía, de las siete semanas – de ahí
el significado de la palabra – en que se conmemoraba la recolección de las
cosechas, ya casi al comienzo del verano, con la entrega de las ofrendas de los
diezmos y primicias como estaba prescrito en la ley judía. Era también la
fiesta que recordaba sus tiempos en el desierto viviendo en tiendas – otra de
las características de la fiesta – y se convertía así en la fiesta de la
identificación nacional del pueblo judío, era la fiesta de la ley dada en el
Sinaí.
Ahora más que una fiesta de ofrenda del fruto de nuestros trabajos de
lo que nosotros podamos ofrecer al Señor, es el recibir el regalo de Dios que
nos concede el don de su Espíritu que sí va a ser la identificación del pueblo
nuevo de la nueva y eterna alianza. No es la ley la que nos identifica y nos
salva, sino que será el Espíritu Santo el que nos va a dar una nueva
justificación porque es el que verdaderamente nos hace llevar la salvación.
La lectura de los hechos de los apóstoles está llena de imágenes y de
signos que nos tienen que ayudar a profundizar en la verdadera acción del Espíritu
que se realiza en nosotros. Las llamaradas o lenguas de fuego, el ruido de
viento recio, el nuevo lenguaje que todos entienden – cada uno los entiende en
su propio idioma - son signos de esa fuerza transformadora del Espíritu Santo
en nosotros que hace arder nuestros corazones en un amor nuevo que nos
trasforma a nosotros y contagia de esa transformación a cuantos nos rodean; es
esa nueva forma de entender también todo el misterio de Dios que nos tiene que
llevar a ese entendimiento y a esa nueva comunión.
Es el Espíritu que crea en nosotros una nueva unidad, una nueva
comunión porque esos diversos carismas, cualidades, valores que cada uno de
nosotros tenemos no son anulados sino todo lo contrario puestos siempre al
servicio del bien común. En la nueva comunidad de los creyentes en Jesús no
caben las insolidaridades ni las búsquedas de mé
ritos para sentirnos mejores o
superiores a los demás, sino que en ellas todos hemos de saber compartir porque
no sentimos como propio lo que tenemos sino que el Espíritu nos impulsa siempre
a ese nuevo compartir para el enriquecimiento humano y espiritual de todos.
Es ese lenguaje nuevo del amor que nos hace cercanos y solidarios, que
nos hace sentir hermanos y entrar en una nueva relación, que hace desaparecer
barreras creando nuevos lazos de entendimiento y comunión.
Es el Espíritu que nos llena de la verdadera alegría y de la verdadera
paz porque nos trae el perdón y la capacidad de la reconciliación y del
reencuentro. Con el Espíritu se derrama sobre nuestro mundo, sobre nuestra
vida, la infinita misericordia divina, para sentirnos perdonados y encontrar
así la paz, pero para encontrar también la capacidad del perdón que generoso
concedemos a todos y que nos llevará a la más profunda paz. ‘Recibid el Espíritu
Santo a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados…’ les decía
Jesús a los discípulos como regalo pascual.
No caben en esta nueva comunidad ni las venganzas ni los
resentimientos, los odios y rencores mantenidos cual pequeñas ascuas en el corazón,
sino que siempre hemos de estar abiertos a ese perdón generoso, a ese olvido, a
ese de nuevo revalorar a las personas para no marcarlas con un sambenito que
les angustien para siempre. Por la fuerza del Espíritu seremos capaces de
arrancar para siempre de nosotros esos venenos que tanto daño nos hacen y que
realmente nos quitan a nosotros la paz.
Sería inconcebible que en la Iglesia que tiene que ser Madre y Maestra
de misericordia y de perdón no se tuviera esa capacidad de perdón generoso para
todos los pecadores, sean cuales sean sus pecados y su gravedad. Este año de la
misericordia que estamos celebrando tendría que hacernos reflexionar
profundamente sobre ello para manifieste genuinamente siempre ese rostro
misericordioso de Dios.
Celebramos Pentecostés, celebramos el don del Espíritu que hace nacer
una nueva comunidad, celebramos el nacimiento de la Iglesia. No nos quedemos
con las puertas cerradas, abramos el corazón a la acción del Espíritu y
dejémonos transformar por El.
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