Que el colirio del amor cure nuestros ojos ciegos para descubrir y reconocer a Jesús y emprendamos caminos de verdadero amor y fidelidad
Hechos 5, 27b-32. 40b-41;
Sal 29; Apocalipsis 5, 11-14; Juan 21, 1-19
Con los ojos del amor podremos en verdad descubrir y reconocer a Jesús;
con un corazón lleno de amor podremos seguir con toda seguridad un camino de
fidelidad a Jesús. Me vais a permitir que en esta doble frase resuma el mensaje
que hoy nos ofrece el evangelio en este tercer domingo de pascua.
Muchas veces parece que a nosotros también se nos nubla el corazón y
no sabemos reconocer lo que está delante de nuestros ojos, delante de nuestra
vida. Les estaba pasando a los discípulos; parecía que aun no estuvieran
totalmente convencidos de que el Señor hubiera resucitado. Desalentados quizá,
cansados, agobiados por tantos acontecimientos que habían vivido, impactados
por todo lo que había significado la pasión y muerte de Jesús en la cruz, todo
se les volvía negro, parecía sentirse desestabilizados. Un grupo de ellos
encabezados por Pedro deciden tomar de nuevo las barcas y las redes e irse a
pescar. ‘Me voy a pescar… Vamos también nosotros contigo…’ Pero aquella
noche no cogieron nada. Su trabajo resultaba infructuoso.
Estaba amaneciendo. En la orilla alguien les preguntaba si habían
cogido algo; una pregunta que podría parecer habitual en los que en la mañana
esperaban la pesca en la orilla. Pero aquel a quien no podían vislumbrar
claramente en la orilla les señala donde han de echar la red para conseguir la
pesca. Y la pesca fue abundante; quizá podrían recordar otra pesca milagrosa en
otras circunstancias. Y se sienten sobrecogidos por lo extraordinario. Pero hay
unos ojos que ven con una claridad especial. Es el discípulo amado el que le va
a susurrar a Pedro que quien está en la orilla es Jesús. ‘Es el Señor’.
El amor había sido el colirio que le había hecho ver con claridad y distinguir
que allí estaba el Señor.
Ya conocemos la reacción de Pedro en el impulso del amor por estar lo
más pronto posible con Jesús que le hace lanzarse al agua para llegar el
primero, aunque en este caso dejara a los demás el arrastrar la red y llevar la
barca hasta la orilla. Pero también en su corazón se había despertado el amor.
Más tarde Jesús le preguntará insistentemente por su amor. ‘Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’ Tú que has querido ser el primero en
llegar hasta mis pies cuando me has reconocido desde la barca, tú que eran tan
impulsivo que decías que estaba dispuesto a dar tu vida por mi, aunque yo te
decía que tuvieras cuidado, que fueras fuerte, que vendría la tentación y me
ibas a negar, tu el que no quería que yo sufriera y te negabas a aceptar mis
anuncios de pasión y de pascua, tú siempre dispuesto a hablar el primero para
confesar tu fe, para decir que no te podías marchar aunque no terminaras de
entender bien mis palabras, porque yo tenía palabras de vida eterna, ‘¿me
amas? ¿me amas más que estos?’
Y allí está Pedro porfiando su amor, aunque aquella triple pregunta de
Jesús le produzca dolor en el alma porque recuerda sus debilidades; allí está
Pedro porfiando su amor pero allí está Jesús que sigue confiando en él, porque
en ese amor sabe que será fiel, sabe que llevará la nave a buen puerto porque
ya no se fiará de si mismo sino del amor del Señor y de la presencia de su
Espíritu, sabe que será buen pastor porque ha aprendido bien la lección. ‘Apacienta
mis corderos, apacienta mis ovejas’ le dirá una y otra vez Jesús.
¿No nos estará haciendo Jesús la misma pregunta a nosotros? ¿no nos
estará preguntando por nuestro amor? Tantas veces también nos sentimos débiles;
tantas veces se nos oscurecen los ojos y parece que nos sentimos solos y
tenemos también la tentación del desaliento y del cansancio; tantas veces nos
entran las dudas con lo que sufrimos o con lo que vemos sufrir a los que están
a nuestro lado; tantas veces también nos sentimos inseguros, desorientados sin
saber qué hacer, aturdidos por los problemas que podamos tener o por la
situación que vemos en nuestro entorno; tantas veces no terminamos de entender
bien por donde caminamos o por donde estamos llevando nuestro mundo y
necesitamos encontrar una luz, encontrar algo que nos abra los ojos para
discernir bien la situación que vivimos, necesitamos sentirnos seguros de que
la Palabra de Jesús nos sigue siendo válida y necesaria para hacer que nuestra
vida tenga sentido, para hacer que nuestro mundo sea mejor. Quizá tantas veces
también nos volvemos a pescar en los oscuros mares donde no ha amanecido el
Señor.
Que se despierte en nosotros el amor, porque nos sintamos amados, como
Juan el discípulo amado, para saber descubrir esa presencia del Señor; que
vuelva a arder de nuevo nuestro corazón en el amor y así nos sintamos impulsado
cada vez con más fuerza para buscar a Jesús, para ir al encuentro con Jesús,
para querer estar al lado de Jesús.
Que lavemos nuestros ojos con el colirio del amor para ver también
donde podemos y donde tenemos que encontrar a Jesús porque también tenemos que
saber descubrirle en los hombres y mujeres que nos rodean, en los hombres y
mujeres que sufren a nuestro lado o pasan necesidad, o emigrantes o refugiados
que han tenido que dejar sus casas y sus países buscando algo mejor para sus
vidas. Miremos y seamos capaces de ver a Jesús que en ellos viene también a
nuestro encuentro y nos está preguntando por nuestro amor. Y nuestra respuesta
no pueden ser palabras sin más que digamos como aprendidas de memoria, sino que
tienen que surgir de unos corazones que están convencidos de que ahí está el
Señor esperando nuestro amor.
Mucho tiene que hacernos pensar el evangelio de este domingo. Es una
pregunta muy honda que se nos hace a lo más profundo de nuestro corazón a ver
si en él encontramos amor del verdadero. Seguro que el Señor sigue confiando en
nosotros y en la respuesta de amor y de fidelidad que le vamos a dar.
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