Nos sentimos inundados por el amor generoso de Dios y aprendemos a amar con su mismo amor como nos señala en su mandamiento
Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Cuando en verdad nos sentimos gratuitamente amados aprendemos a amar
también nosotros con una generosidad nueva y con un amor gratuito. Es
maravilloso lo que el amor puede hacer en nosotros; cuando lo sentimos de
verdad en nuestra vida nos sentimos transformados y necesariamente tenemos que
comenzar a amar también con un amor generoso y gratuito.
El amor experimentado en nosotros, cuando nos damos cuenta incluso que
no lo merecemos nos echa debajo de nuestras torres y destruye esas murallas que
tantas veces nos encierran en nosotros mismos. El amor generoso nos abre las
puertas del corazón y nos pone en camino. Muy mezquinos tendríamos que ser si
no actuáramos así cuando nos sentimos amados a pesar de no merecerlo. Por eso
el amor en verdad nos engrandece. Y será un amor así el que transforme el
mundo. Fue un amor así el que nos salvó.
Es lo que experimentamos en el amor de Dios. ¿Merecíamos que Dios nos
amara como nos ha amado desde toda la eternidad? ¿Merecíamos, acaso, que tanto
fuera su amor que nos entregara a su propio Hijo para regalarnos así en su amor
la salvación que no merecíamos a causa de nuestro pecado? No terminamos de dar
gracias a Dios y corresponder con nuestro amor.
No hay amor más grande que el de Dios que se nos manifiesta en Jesús
que ha entregado su vida por nosotros. Y así nos ama el Señor. Pero así nos
pide que correspondamos a ese amor. Por eso nos dirá que esa será nuestra
señal, nuestro distintivo. Con el signo de la cruz, fuimos marcados en nuestro
bautismo para que así siempre fuéramos mostrando ese amor de Dios en nuestra
vida. Y ¿cómo hemos de hacerlo? Amando con un amor igual.
Nos lo deja como su mandamiento, nos dice hoy en el evangelio. ‘Este
es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado’. No es un
amor cualquiera; ya no es amar como nos amamos a nosotros mismos; ahora es amar
como El nos ha amado; se convierte en un amor sublime, divino, a la manera de
cómo es generoso el amor de Dios.
Es la manera como tenemos que expresar en nuestra vida que el Señor
nos ha elegido y nos ha amado. Hoy nos dirá que no somos siervos, nos llama
amigos. Amigo es el elegido para ser amado. Así nos eligió el Señor, así nos
amó el Señor. ‘No sois vosotros los
que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido… a vosotros os llamo amigos…’
Y nos dice que porque somos
sus amados, sus elegidos, sus amigos, nos revela todo el misterio de Dios.
Y nos pide que demos frutos;
son los frutos del amor que se van a expresar en mil detalles, en mil gestos,
en mil actitudes, en mil momentos generosos de amor para con los demás. Cuantas
ocasiones tenemos cada día de vivir un amor así. De cuántas maneras lo podemos
manifestar allí donde estemos, allá por donde vayamos, con aquellos con los que
convivimos cada día, con todos los que nos vamos encontrando. Y de la manera
que es el amor de Dios no será nunca un amor discriminatorio, sino será siempre
un amor universal pero hecho de cosas concretas. A nadie podemos excluir; todos
tienen que caber ya para siempre en nuestro corazón.
Y ¿todo eso por qué? Porque
nos sentimos amados por el Señor, envueltos en su amor y con ese mismo amor
aprendemos a amar a los demás.
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