Vistas de página en total

viernes, 29 de abril de 2016

Nos sentimos inundados por el amor generoso de Dios y aprendemos a amar con su mismo amor como nos señala en su mandamiento

Nos sentimos inundados por el amor generoso de Dios y aprendemos a amar con su mismo amor como nos señala en su mandamiento

Hechos, 15, 22-31; Sal. 56; Jn. 15, 12-17
Cuando en verdad nos sentimos gratuitamente amados aprendemos a amar también nosotros con una generosidad nueva y con un amor gratuito. Es maravilloso lo que el amor puede hacer en nosotros; cuando lo sentimos de verdad en nuestra vida nos sentimos transformados y necesariamente tenemos que comenzar a amar también con un amor generoso y gratuito.
El amor experimentado en nosotros, cuando nos damos cuenta incluso que no lo merecemos nos echa debajo de nuestras torres y destruye esas murallas que tantas veces nos encierran en nosotros mismos. El amor generoso nos abre las puertas del corazón y nos pone en camino. Muy mezquinos tendríamos que ser si no actuáramos así cuando nos sentimos amados a pesar de no merecerlo. Por eso el amor en verdad nos engrandece. Y será un amor así el que transforme el mundo. Fue un amor así el que nos salvó.
Es lo que experimentamos en el amor de Dios. ¿Merecíamos que Dios nos amara como nos ha amado desde toda la eternidad? ¿Merecíamos, acaso, que tanto fuera su amor que nos entregara a su propio Hijo para regalarnos así en su amor la salvación que no merecíamos a causa de nuestro pecado? No terminamos de dar gracias a Dios y corresponder con nuestro amor.
No hay amor más grande que el de Dios que se nos manifiesta en Jesús que ha entregado su vida por nosotros. Y así nos ama el Señor. Pero así nos pide que correspondamos a ese amor. Por eso nos dirá que esa será nuestra señal, nuestro distintivo. Con el signo de la cruz, fuimos marcados en nuestro bautismo para que así siempre fuéramos mostrando ese amor de Dios en nuestra vida. Y ¿cómo hemos de hacerlo? Amando con un amor igual.
Nos lo deja como su mandamiento, nos dice hoy en el evangelio. ‘Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado’. No es un amor cualquiera; ya no es amar como nos amamos a nosotros mismos; ahora es amar como El nos ha amado; se convierte en un amor sublime, divino, a la manera de cómo es generoso el amor de Dios.
Es la manera como tenemos que expresar en nuestra vida que el Señor nos ha elegido y nos ha amado. Hoy nos dirá que no somos siervos, nos llama amigos. Amigo es el elegido para ser amado. Así nos eligió el Señor, así nos amó el Señor. ‘No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido… a vosotros os llamo amigos…’ Y nos dice que porque somos sus amados, sus elegidos, sus amigos, nos revela todo el misterio de Dios.
Y nos pide que demos frutos; son los frutos del amor que se van a expresar en mil detalles, en mil gestos, en mil actitudes, en mil momentos generosos de amor para con los demás. Cuantas ocasiones tenemos cada día de vivir un amor así. De cuántas maneras lo podemos manifestar allí donde estemos, allá por donde vayamos, con aquellos con los que convivimos cada día, con todos los que nos vamos encontrando. Y de la manera que es el amor de Dios no será nunca un amor discriminatorio, sino será siempre un amor universal pero hecho de cosas concretas. A nadie podemos excluir; todos tienen que caber ya para siempre en nuestro corazón.
Y ¿todo eso por qué? Porque nos sentimos amados por el Señor, envueltos en su amor y con ese mismo amor aprendemos a amar a los demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario