La luz de la fe que solo nos guardamos para nosotros mismos se nos echará a perder, ni iluminará a los demás ni servirá para nosotros
Prov.3m 27-35; Sal. 14; Lc. 8, 16-18
Supongamos que un grupo de personas va en una noche
oscura y sin ninguna luz por un camino lleno de dificultades y tropiezos, como
solían ser nuestros caminos en otros tiempos en nuestras zonas - bien lo
sabemos las personas mayores - pero una de esas personas lleva una linterna o
un farol pero que utiliza solo en provecho propio porque solo quiere iluminar
sus pasos, no permitiendo ni ayudando para que el resto pudiera beneficiarse de
dicha luz. ¿Qué pensaríamos de una persona con un comportamiento así egoísta?
Seguro que hasta se lo recriminaríamos porque no sería justo que actuara así dejando
que las otras personas tropiecen, se pongan en dificultades o hasta pueda
peligrar su integridad.
Lo vemos claro, seguramente. Pero, ¿no será eso lo que
estamos haciendo cuando guardamos nuestra fe solo para nosotros y no somos
capaces trasmitirla y hacer partícipes a otros de riqueza y de la luz de la fe?
Aquí tendríamos que decir que igual que una luz que encerramos mucho, la
ocultamos y la cubrimos no nos sirve para nada y al final tenemos el peligro de
que la ahoguemos y se apague, así nos puede suceder con la luz de nuestra fe.
Una fe que no se trasmite es una fe que se ahoga y tiene el peligro hasta de
perderse, porque le estamos mermando o quitando su hondo sentido.
De eso nos ha hablado hoy Jesús en el Evangelio. ‘Nadie enciende un candil y lo tapa con una
vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que
entren tengan luz’. La luz es para iluminar, para que nos ayude a caminar o
a encontrar el rumbo del camino, para que nos haga ver las cosas y no
tropecemos en los obstáculos, para que podamos admirar la belleza de los
colores o sepamos orientarnos en lo desconocido. No ocultamos la luz; la
ponemos en el lugar oportuno, bien alto para que pueda iluminar a todos.
Es lo que tenemos que hacer con nuestra fe. No nos
podemos contentar con que nos ilumine a nosotros sino que tenemos que procurar
que ilumine también la vida de los demás. Cuando aun no hemos llegado a
descubrir que no nos la podemos guardar para nosotros sin compartirla con los
demás, sin comunicarla a los otros, significa que algo aun le falta a nuestra
fe para que sea verdadera, que aun tenemos que madurarla mucho más.
Y ya sabemos que cuando no la maduramos lo
suficientemente bien tenemos el peligro que se nos dañe, se nos eche a perder o
incluso lleguemos a perderla. Experiencias conocemos de personas que nos
parecían quizá de mucha fe o muy religiosas, pero un día vimos que se fueron
enfriando, fueron dejando atrás cosas importantes en la vivencia de esa fe y
hasta llegaron a vivir como si no la tuvieran; es señal de que esa fe no se
había madurado lo suficiente, se había podido quedar solo en apariencias, o la
habíamos vivido de una forma egoísta.
Por eso tanto se nos habla del compromiso misionero de
nuestra fe; por eso cuando reflexionábamos hace unos días sobre la parábola del
sembrador no solo pensábamos en como nosotros ser buena tierra que acogiera esa
semilla, sino decíamos que también era una llamada para que ayudáramos a los
demás a ser buena tierra que acogiera esa Palabra y se dejaran iluminar también
por ella.
Es el compromiso de ser luz para los demás. Es el
mandato que le escuchamos en otro momento del Evangelio a Jesús que nos dice
que tenemos que ser luz del mundo, reflejando siempre esa luz de Cristo.
La linterna no la podemos querer para nosotros solos y
solo ilumine nuestros pasos, sino que la luz tenemos que hacer que llegue a los
demás y aproveche a todos. Es el envío misionero que Jesús nos hace. Es lo que
nos recuerda hoy el evangelio cuando nos dice que la que se enciende en el candil
hay que ponerla, no debajo de la cama, sino en el candelero bien alto para que
ilumine a todos. La luz de la fe que solo nos guardamos para nosotros mismos se
nos echará a perder, ni iluminará a los demás ni servirá para nosotros.
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