Humildad, sinceridad, autenticidad
para acercarnos a Dios
Núm. 24, 2-7.15-17; Sal. 24; Mt. 21, 23-27
La sinceridad en la vida o por el contrario la mentira
o la falsedad son un valor y un contravalor que bien pueden definirnos a la
persona y su madurez en la vida. La mentira es mucho más que decir una cosa por
otra, una palabra por otra, sino que puede ser una actitud profunda que dejemos
meter dentro de nosotros que denota esa falta de autenticidad y veracidad en lo
que somos o en lo que hacemos.
Una de las alabanzas que incluso sus enemigos
reconocerán de Jesús en alguna ocasión es su veracidad y su autenticidad, por así
se manifiesta siempre en su relación a los demás no actuando por miedos ni
conveniencias, sino mostrando siempre la sinceridad de su vida. En los cortos
versículos que hoy hemos escuchado en el Evangelio Jesús viene a denunciar la
falsedad, la falta de autenticidad, la hipocresía con que incluso se
manifiestan ante Dios, en quien no hay engaño ni a quien podemos engañar porque
nos conoce desde lo más hondo de nosotros mismos.
Le reclaman a Jesús la autoridad con que realiza lo que
hace - en este caso es después del episodio de la expulsión de los mercaderes
del templo - pero Jesús que quiere
desenmascarar la malicia que anida en el corazón de aquellos sumos sacerdotes y
ancianos del pueblo, les responde a su vez haciéndoles una pregunta sobre el
sentido del bautismo de Juan. Es aquí donde se ponen a cavilar que respuesta
mejor pueden dar, pero temen ser sinceros, temen lo que las gentes puedan
opinar de ellos y optan por no dar ninguna respuesta. No fueron sinceros,
auténticos, querían guardar las apariencias ante aquellos que les rodeaban lo
que en el fondo es una hipocresía. Jesús no les responde tampoco.
Pero pensemos en nosotros; podríamos pensar en nuestra
relación con los demás, en la sinceridad
o no con que nosotros nos mostramos ante los demás porque muchas veces también
queremos guardar las apariencias, para que no piensen mal de nosotros, para que
no descubran la verdadera realidad de nuestra vida; queremos mantener el tipo;
cuántos miedos y cobardías.
Pero tenemos que pensar en cómo nos presentamos
nosotros ante Dios, con qué sinceridad nos ponemos ante El; cuántas promesas
que no son sinceras y que sabemos que no vamos a cumplir; cuantos propósitos
que se nos quedan en palabras porque realmente nosotros no ponemos verdadero
empeño en hacer aquello que prometemos de ser mejores, de tener mejores
actitudes, o de poner todo lo necesario para alejarnos de la tentación y del
pecado.
Le reclamamos a Dios y nos quejamos incluso de que no
nos escucha, cuando nosotros no vamos
con toda sinceridad ante Dios. Una
sinceridad que ha de partir de una auténtica humildad, para reconocer nuestra
debilidad, nuestros fallos, incluso nuestro desamor y nuestro pecado. Una
sinceridad para reconocer los dones de Dios, alejando de nosotros todo orgullo
y vanidad; nos sentimos pequeños y hemos de reconocer ese actuar de Dios en
nuestra vida con su gracia.
Qué buenos somos y cuántas cosas sabemos hacer, nos
decimos tantas veces, olvidando lo que es el actuar de la gracia de Dios en
nuestra vida que nos capacita y nos da fortaleza para lo bueno que tenemos que
hacer. Esa humildad y sinceridad que nos ha de llevar a dejarnos hacer por
Dios, a dejarnos conducir por El, porque muchas veces podemos tener la
tentación de creemos que nosotros si
sabemos lo que tenemos que hacer no
necesitamos de esa inspiración del Señor. Esa humilde sinceridad nos ha de
llevar siempre a dar gracias a Dios por cuantas maravillas va realizando en
nuestra vida.
En este camino de Adviento, camino de esperanza pero
camino de renovación de nuestra vida estos aspectos merece también que los
revisemos, porque en ese camino del Señor que queremos recorrer para ir a su
encuentro muchos valles y colinas tenemos que allanar y muchos senderos que
enderezar.
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