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miércoles, 28 de noviembre de 2012


Queremos cantar el cántico nuevo del Cordero en la gloria del cielo

Apoc. 15, 1-4; Sal. 97; Lc. 21, 12-19
‘Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios soberano de todo… cantaban el cántico nuevo, el cántico del Cordero…’ Seguimos contemplando en el Apocalipsis la gloria de Dios, la gloria del cielo. ‘¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu nombre, si tú solo eres santo?’ Así queremos nosotros también cantar el cántico nuevo; como decíamos formar parte de ese cortejo celestial que canta la gloria del Señor.
Sabemos que todo  lo que hacemos o digamos ha de ser siempre para la gloria del Señor. ‘Ad maiorem Dei gloriam (para la mayor gloria del Señor)’ como proponía san Ignacio de Loyola como lema de nuestra vida. O como nos había enseñado san Pablo en sus cartas que todo lo que hiciéramos siempre ha de buscar la gloria del Señor.
Por otra parte sabemos donde está nuestra meta definitiva. Continuamente Jesús nos habla de la vida eterna y recordamos con qué ternura le decía a los apóstoles en la última cena que se iba al Padre para prepararnos sitio porque donde El estuviera quería tenernos a nosotros con El. Sin embargo vivimos tan enfrascados en las cosas de la tierra, tan absortos en las cosas materiales y en nuestros trabajos de cada día que tenemos el peligro de perder esa trascendencia que hemos de darle a nuestra vida.
Nos decimos creyentes y hombres de esperanza, pero da la impresión a veces por nuestra manera de actuar que todo concluyera en los días de nuestra vida terrena y todo se acabara después de la muerte. Hemos de despertar nuestra fe y nuestra esperanza. Nos viene bien el que contemplemos en estos días esas descripciones que nos hace el Apocalipsis de lo que es la gloria del Señor en el cielo y a la que nosotros estamos también llamados. Es nuestra vocación de vida eterna que no podemos perder de vista y que ha de darle sentido hondo a nuestra vida, a todo lo que hacemos y vivimos.
Contemplando lo que es esa gloria del Señor y el que nosotros podamos un día participar de ese coro celestial en la gloria del cielo va a dar sentido a lo que hacemos y en ello vamos a encontrar fuerza para esa lucha de cada día por mantener viva nuestra fe, pero por mantenernos en esa fidelidad en el amor que nos hará buscar siempre el bien, la justicia, la verdad, el amor.
En esa esperanza del cielo, de la gloria del Señor encontraremos fuerzas para nuestro amor que algunas veces tanto nos cuesta, porque nos sentimos tentados de mil maneras por el egoísmo, por el orgullo, por tantas reticencias que ponemos en nuestra vida para amar como debiéramos a los que están a nuestro lado. Si fuéramos capaces de mirar más a lo alto, seríamos capaces de elevar nuestro espíritu para llenar nuestra vida de auténtico amor. Si pensáramos más en esa gloria del cielo de la que estamos llamados a participar seguro que nos comprenderíamos más, seríamos capaces de perdonarnos con mayor generosidad y alejaríamos de nosotros tantas tentaciones de egoísmo y de insolidaridad. La contemplación del cielo nos estimula y nos da fuerzas.
Cuando ahora estamos terminando el año litúrgico y cuando comencemos el Adviento en el próximo domingo la liturgia nos ayuda a mirar a lo alto, quiere despertar la esperanza de nuestro corazón y nos hace pensar y reflexionar en esa venida final del Señor, su última venida al final de los tiempos, y en esa vida eterna que nos espera y a la que estamos destinados.
Si fuéramos capaces de pensar un poco más en la muerte como en ese paso definitivo a la vida con Dios en la eternidad, en ese cielo que el Señor nos tiene prometido, en ese poder llegar a disfrutar de Dios en toda plenitud, seguro que nuestra vida sería distinta, nuestro comportamiento sería otro, y aprenderíamos de verdad a guardar nuestros tesoros en el cielo y no en la tierra. Así sería benévolo para nosotros el juicio de Dios; así se manifestaría en todo su esplendor lo que es el amor y la misericordia de Dios; así buscaríamos entonces siempre en todo lo que hagamos lo que es la gloria del Señor.

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