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viernes, 22 de abril de 2011

En la cruz contemplamos al Siervo de Yavé, al Sumo Sacerdote y al Rey y Señor de nuestra vida


En la cruz contemplamos al Siervo de Yavé, al Sumo Sacerdote y al Rey y Señor de nuestra vida

Is. 52, 13-53, 12; Sal. 30; Hebreos, 4, 14-16; 5, 7-9; Jn. 18, 1-19, 42

‘Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo’, nos invitará la liturgia dentro de unos momentos. Cristo crucificado es hoy el centro de nuestra asamblea. En El centramos nuestra celebración. Todo gira hoy en torno a la cruz. Hacia El levantamos nuestra mirada. Hacia su cruz que nos trae la salvación.

‘Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asi tiene que ser levantado en alto el Hijo del Hombre… cuando sea levantado en lo alto atraeré a todos hacia mí’, nos repite Jesús en otros momentos del evangelio.

Miramos, sí, al que está levantado en lo alto. Contemplamos al Siervo de Yahvé, al Sumo Sacerdotes que intercede por nosotros y al Rey que es en verdad nuestro Señor. El profeta nos lo describe: ‘desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano… despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos… despreciado y desestimado. Soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores… herido de Dios y humillado’. Así continúa la dura descripción del Siervo de Yavé que nos presenta el profeta.

Siguiendo esa descripción del profeta podemos seguir al mismo tiempo los pasos de la pasión de Jesús. Traicionado y negado, ultrajado y burlado, abofeteado y azotado, coronado de espinas y clavado en una cruz. Así lo contemplamos. No es necesario detenernos en más descripciones. Así hemos escuchado también el relato de la pasión. Getsemaní, los patios del palacio del sumo pontífice, el pretorio, la calle de la amargura y el camino del calvario son pasos de su pasión, de su entrega, de su amor.

En El están todos nuestros sufrimientos; es el rostro de la humanidad doliente. Contemplándolo a El colgado del madero estamos contemplando todo el sufrimiento de la humanidad. Nos presenta su rostro dolorido para que no cerremos nuestros ojos ante los rostros doloridos de tantos que sufren a nuestro alrededor. Para que también mirando esos cuerpos llenos de dolor y de sufrimiento, mirando el dolor de la humanidad miremos a Cristo y así aprendamos cómo no podemos quedarnos insensibles, impasibles ante el dolor de los hermanos.

Hay algo más. Ahí está nuestro pecado. El pecado que le llevó a la cruz. El pecado que en la cruz va a ser perdonado. ‘El Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes… el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación por nuestros crímenes, por nuestras rebeliones y pecados… fue contado entre los pecadores, tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores’, terminaba diciéndonos el profeta. Por eso, aún con su rostro desfigurado nos sentimos atraídos por El, porque sabemos que en El obtenemos la misericordia y el perdón.

Si el profeta nos lo ha presentado como el siervo doliente de Yahvé, la carta a los Hebros nos lo presenta como el Sumo Sacerdote que atravesando el cielo se convierte para nosotros en autor de salvación eterna. ‘Acerquémonos con seguridad al trono de gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente’.

Con seguridad, con certeza firme porque creemos en su palabra, con esperanza grande nos acercamos a El y lo contemplamos en esta tarde para que se mueva nuestro corazón a la conversión y al amor. No podemos cerrar los ojos. En El ponemos nuestra fe. De El tenemos la seguridad de alcanzar la salvación. Es que además en El tenemos al Pontífice, la Víctima y el altar. Obediente en el sufrimiento consumó el Sí que le había dado al Padre en su entrada en el mundo. ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer su voluntad’. Por eso podría terminar proclamando ‘a tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu’.

Pero es también nuestro Rey y Señor. No todos los entendieron. Más aún lo malinterpretaron siendo la causa de su condena. ‘Todo el que se declara rey está contra el César’, fue como el broche de oro de la acusación ante Pilato. Este la había preguntado: ‘Tu, ¿eres el rey de los judíos?’ insistía una y otra vez Pilatos vistas las acusaciones. ‘Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí’, no es como los reinos de aquí. Había anunciado un Reino, el Reino de Dios que había que instaurar, donde de verdad fuera el Rey del hombre y del mundo. Pero no era reino para competir con ejércitos o medios mundanos, sino que era algo más hondo, más profundo que diera un sentido a la vida.

Los soldados oyendo que lo acusaban de rey se aprovechan para la burla. ‘Trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura y acercándose a El le decían: ¡Salve, rey de los judíos! Y le daban bofetadas’ comentará el evangelista. Así lo presenta Pilatos ante el pueblo ‘Aquí tenéis a vuestro Rey’. Será el título de la condena que se pondrá en la tablilla encima del madero del tormento: ‘Jesús, el nazareno, el rey de los judíos’.

Nosotros en verdad que hoy queremos proclamarlo nuestro Rey y Señor. Queremos pertenecer a su Reino. Como dirá más tarde Pedro. ‘A ese Jesús a quien vosotros crucificásteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías, resucitándolo de entre los muertos’. Así lo queremos proclamar nosotros cuando lo contemplamos en la cruz. No es una derrota sino una victoria. Es la victoria sobre la muerte y el pecado. Es la victoria que a nosotros nos da vida. Es la victoria que nos redime y nos salva. Es la victoria que nos saca del abismo de la muerte para llevarnos a la vida, la más grande y la más hermosa.

Lo estamos contemplando en esta tarde como Siervo de Yahvé, como Sumo Sacerdote y como Rey cuando lo contemplamos colgado del madero. Y es que por medio de su pasión ha destruido la muerte que como consecuencia del antiguo pecado a todos los hombres alcanza. Queremos hacernos partícipes de esa victoria. Una victoria que nos transforma y nos hace hombres nuevos de la gracia y de la vida eterna. Llevabamos grabada en nosotros la imagen de Adán, el hombre terreno con su pecado, pero en virtud de la muerte de Cristo, en virtud de su redención llevemos ahora grabada la imagen de la gracia, la imagen de Jesucristo, el hombre celestial.

Así lo hemos rezado y lo hemos pedido hoy en la oración litúrgica. Y es que desde nuestro Bautismo que es participar en su muerte y su resurreción, ese hombre nuevo de la gracia nos convierte por la unción del Espiritu en sacerdotes, profetas y reyes con Cristo. Con Cristo hemos de morir nosotros para con Cristo renacer a vida nueva. Que con la muerte de Cristo que hoy estamos celebrando sepamos morir en nosotros al pecado. Para que cuando llegue el día de la resurrección así nos sintamos renovados, resucitados a vida nueva. Es el gozo y la esperanza que sentimos en la muerte de Cristo. Gozo y esperanza porque nos lleva a la victoria, porque nos lleva a una vida nueva.

A la sombra de la Cruz de Cristo nos ponemos hoy. Para que su gracia nos alcance, nos inunde. Y desde el pie de la cruz, con los brazos extendidos al cielo, como los tiene Jesús clavados al madero queremos elevar nuestra oración a Dios por toda la humanidad, por la Iglesia, por todos para que en verdad llegue el momento en que todos sepamos reconocerlo como Rey y Señor.

Al pie de la cruz queremos confesar con humildad, pero con valentía y amor nuestra fe. ‘Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, el Hijo de Dios’, que nos decía la carta a los Hebreos. Confesar, sí, valientemente nuestra fe. Que no decaiga nuestro testimonio. Que brille clara la luz de nuestra fe ante un mundo a oscuras y lleno de dolor.

Y manifestemos también nuestra fe por las obras de nuestro amor, ese amor con el que sepamos estar al lado de todos los que sufren; ese amor que haga despertar un rayo de esperanza para todos porque para todos hay salvación, porque todos ha muerto Jesús en la cruz. La cruz de Jesús tiene que brillar como un potente faro de luz que nos haga caminar a todos por senderos de amor y de paz, por senderos que nos lleven a Dios.

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