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jueves, 1 de julio de 2010

Sobrecogidos alabemos a Dios que nos sana y nos salva en Jesús

Amós, 7, 10-17;
Sal. 18;
Mt. 9, 1-8

‘Le presentaron un paralítico, acostado en una camilla… ánimo, hijo, tus pecados están perdonados…’
Ya comentábamos ayer que los milagros que Jesús realiza son signos que nos manifiestan la transformación que se realiza en el hombre con la llegada del Reino de Dios. Si ayer lo contemplábamos en la curación de los endemoniados, hoy lo tenemos en la curación de este paralítico que llevan hasta Jesús. Al final Jesús le dirá al paralítico: ‘ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa. Y se puso en pie y se fue a su casa’.
Pero no era sólo el milagro de que estaba paralítico, postrado en una camilla, se pusiera en pie y, cargando con la camilla, por su pie se fuera a su casa. Algo muy hondo se había realizado en aquel hombre. Las primeras palabras que Jesús le dirigió lo manifiestan. Y las gentes vislumbraban lo que pasaba porque mientras unos lo criticaban porque se atribuía poder de Dios y para ellos eso era como una blasfemia, otros ‘sobrecogidos alababan a Dios que a los hombres da tal potestad’.
La transformación realizada era algo muy profunda. Era el perdón de los pecados. Era la salvación que Jesús venía a traernos. Para eso moriría en la cruz donde se manifestaría todo el poder y la gloria de Dios aunque fuera en la humillación de la pasión y de la cruz. Allí era en verdad Dios glorificado al darnos la salvación.
Las postración más grande del hombre, la hondura y la negrura peor de nuestra vida es el pecado que nos lleva a la muerte. El milagro de Jesús es señal de resurrección. El milagro que realiza Jesús es anticipo y anuncio de resurrección. ‘Levántate… ponte en pie’, que le dice al paralítico, ‘sal fuera, sal del sepulcro…’ como le dice a Lázaro, sal de la muerte que hay en ti, que nos quiere decir Jesús a nosotros para arrancarnos del pecado. Resucita a la vida. Cristo nos arranca de la muerte del pecado. Es anticipo y anuncio de la propia resurrección de Jesús con la que quiere también a nosotros resucitarnos, dándonos nueva vida, llenándonos de gracia.
Vayamos a Jesús con nuestra invalidez y nuestra muerte. Pero vayamos llenos de fe, como aquellos hombres – ‘viendo la fe que tenían…’ dice el evangelista -. Dejémonos conducir hasta Jesús como aquel paralítico llevado por aquellos hombres llenos de fe. Ayudemos también a los demás a que lleguen hasta Jesús para que también alcancen la vida, la salud, la salvación. Es misión nuestra conducir a los demás hasta Jesús. ¡Cómo no vamos a hacerles partícipes de esa gracia y de esa gloria de conocerlo y podernos llenar de su gracia!
Sí, tenemos que reconocer las maravillas que el Señor hace en nosotros. Tenemos que sentirnos sobrecogidos también por tanto amor, por tantas cosas buenas que el Señor nos regala. Cuando perdemos la capacidad de admirarnos ante las maravillas de Dios es señal de que nos estamos enfriando en nuestra fe. Tenemos que saber alabarle y darle gracias que así nos levanta, así nos sana y nos salva, así nos perdona y nos da la salvación.
Démosle gracias al Señor porque en la Iglesia podemos vivir su gracia en los sacramentos. Démosle gracias porque en la Iglesia nos ha dejado Jesús el perdón de los pecados y así podemos tener la certeza de su presencia y de alcanzar su salvación. Creo que no damos gracias suficientemente al Señor por el Sacramento de la Penitencia o de la Reconciliación.

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