Elevados con Cristo en su Ascensión descubrimos la grandeza de gloria de la que nos hace partícipes y de lo que tenemos que ser testigos en medio del mundo
Hechos 1, 1-11; Salmo 46; Efesios 1, 17-23; Lucas 24, 46-53
No tengo palabras para expresarme. No siempre todo lo que nos sucede podemos explicarlo con palabras; cosas que nos sorprenden, cosas ante las que nos quedamos como petrificados por la emoción que estamos sintiendo pero que no sabemos explicar, cosas que podemos sentir en nuestro interior y que se convierten en experiencia impactante de la vida y que no sabemos cómo trasmitir. Balbuceamos algunas explicaciones, y si no llegan a ser explicación al menos tratamos de decir, de contar, de transmitir de alguna manera lo que nos sucede por dentro. Experiencias quizás cotidianas pero que se convierten en experiencias extraordinarias para nosotros, tras lo cual quizás encontremos un sentido, un valor para nuestro existir, para lo que hacemos y para lo que vivimos. La vida no son solo cosas que se suceden, que se repiten, o que nos aparecen como novedad sino que son oportunidades para ver más allá, para tener otros horizontes, para saborear que es el amor que es el único que pueda dar sabor a la misma vida y cuanto nos sucede.
¿Dónde acudir para encontrar la sabiduría que nos haga entender todas esas cosas y que nos dé la capacidad para transmitirlas? Estamos metiéndonos en el misterio de la vida, estamos introduciéndonos en aquello que nos puede dar sentido a nuestro existir, estamos entrando en otra órbita que nos lleva más allá de lo que solo podemos palpar con las manos porque nos hace entrar en una sensibilidad especial, que es encontrar el sentido de Dios en nuestra vida.
¿Tendrá que ser nuestra oración lo que hoy nos dice el Apóstol san Pablo? ‘El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros…’
Espíritu de sabiduría y revelación… ilumine los ojos de nuestro corazón… para que nos podamos llenar de esperanza, para que descubramos la riqueza de gloria que se nos ofrece, la extraordinaria grandeza de nuestra vida. Lo que hoy estamos celebrando es el misterio de Dios que nos engrandece. Estamos contemplando a Jesús y a Jesús en su gloria; permanecen en nuestros ojos y quizás hasta turbando nuestro espíritu las señales de la pasión y de la muerte, pero es el que tiene toda la gloria de Dios. Resucitado de entre los muertos lo venimos celebrando a lo largo de toda la pascua, pero glorificado a la derecha de Dios. Son imágenes, porque tenemos que emplear palabras para poder expresarnos, pero es la realidad de Jesús, es la gloria del Hijo de Dios.
Pero contemplar así la gloria de Dios que se nos manifiesta en Jesús es contemplar la gloria y la misión a la que estamos llamados. Es que contemplar así la gloria de Dios es contemplar todo el amor que Dios nos regala – riqueza de gloria, decíamos con san Pablo, extraordinaria grandeza – de manera que a nosotros también nos está llamando hijos, hijos amados de Dios. Es el regalo que recibimos y porque creemos en Él con Él somos transformados, de Él nos llenamos de vida nueva para hacernos hijos de Dios. Por Jesús nosotros también escuchamos aquella voz que se escuchó desde el cielo en el Tabor, ‘tú eres mi hijo amado’, también somos los predilectos de Dios que en nosotros quiere habitar. ‘Vendremos a él y haremos morada en él’, que nos decía Jesús.
Con la Ascensión de Jesús nos sentimos también levantados porque nos sentimos llenos de esa gloria de Dios que tenemos que proclamar, que tenemos que transmitir. Todo eso que estamos viviendo, toda esa gloria de Dios que estamos sintiendo en nosotros tenemos que saber anunciar también a los demás. Es la misión que hoy en su Ascensión nos confía. ‘Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, nos dice Jesús, que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra’.
‘En su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén’. Es la misión que nosotros recibimos, es la misión que se nos confía. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué palabras emplear? ¿Cómo transmitir eso que es nuestra gloria y que llevamos en lo más hondo de nosotros mismos? Jesús nos ha prometido la fuerza de su espíritu y con la fuerza de su espíritu seremos testigos.
El testigo no es solo el que habla con palabras, el testigo dice con su vida. ¿Seremos en verdad testigos del perdón y de la misericordia, de la paz y del amor por el testimonio que damos con nuestra vida? Que el Señor nos conceda ese espíritu de sabiduría, iluminando nuestra vida, fortaleciendo nuestra esperanza para poder compartir toda esa riqueza de gloria que en nuestra fe encontramos.
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