Repasemos
alguna vez la historia de nuestra vida para reconocer una historia de amor de
Dios para con nosotros y volvamos sobre nuestros pasos para dar gracias
Hechos de los apóstoles 1, 15-17. 20-26;
Salmo 112; Juan 15, 9-17
Ser elegido para desempeñar una
función, para una responsabilidad importante es considerado todo un honor; más
aún cuando no ha sido algo deseado o buscado por nuestra parte sino que aparece
como un don gratuito hacia nosotros de aquel que nos ha elegido; con qué empeño
y responsabilidad asumiremos ese honor queriendo hacernos dignos de esa
confianza que han tenido con nosotros. No se trata en este caso de una
elecciones que llamamos democráticas en las que nos presentamos como candidatos
ofreciendo de nuestra parte nuestro curriculun para hacernos merecedores de tal
elección. Hablamos, en este caso, de la generosidad de quien ha pensado en
nosotros y nos ha elegido para desempeñar tales funciones.
Me estoy haciendo esta consideración en
la fiesta del Apóstol que hoy nos propone la liturgia de la Iglesia, san Matías,
elegido como se nos relata en el libro de los Hechos de los Apóstoles en
sustitución de Judas que había traicionado al Señor. Y es también el texto que
en esta liturgia hoy se nos ofrece en la que Jesús, recogiendo palabras de la
cena pascual, que hemos venido considerando en días pasados, nos llama sus
elegidos. ‘No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he
elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
permanezca’.
‘Soy yo quien os he elegido’,
nos dice Jesús. Y no hay otra razón que su amor. ‘Como el Padre me ha amado,
así os he amado yo; permaneced en mi amor’. Como hemos considerado tantas
veces recordamos aquello que nos dice san Juan en sus cartas. ‘El amor no
consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó’ y nos eligió para regalarnos con su amor. Por
eso no nos queda otra que responder nosotros con el mismo amor. ‘Permaneced
en mi amor’.
Creo que es algo que no hemos
considerado lo suficiente. Tenemos que dejarnos sorprender por el amor del
Señor. No son nuestros merecimientos cuando nuestra vida está llena de
debilidades y pecados. Y Dios sigue amándonos, sigue confiando en nosotros,
sigue regalándonos su amor para que al final nosotros aprendamos también a amar
y amemos con su mismo amor, a su medida. Por eso nos dice que nos ha destinado
para que demos fruto y nuestro fruto permanezca.
Ha sido Dios ese buen viñador que ha
cuidado de su viña, ha cuidado de nosotros. La historia de nuestra vida es una historia
de lo que es el amor de Dios para con nosotros. Alguna vez tenemos que
detenernos a pensarlo, a considerarlo bien. Cada uno tenemos nuestra historia
personal, que no es solo lo que nosotros hayamos podido construir, también
tenemos que considerarlo y reconocerlo, pero por encima de todo eso están todas
esas señales del amor que Dios ha ido poniendo a la vera del camino de nuestra
vida. Sería bueno que alguna vez nos detuviéramos a pensarlo y reconocerlo,
porque es reconocer el amor de Dios, dar gracias por ese amor que Dios nos ha
tenido.
Cuántas veces en la historia de nuestra
vida nos hemos visto envueltos en mil turbulencias y como personas de fe hemos
acudido al Señor para que nos ayude a atravesar esos malos momentos y podamos
salir de esas situaciones; pero qué pronto lo olvidamos cuando volvemos de
nuevo a la calma o a la vida rutinaria de cada día. Nos pasa muchas veces como
aquellos leprosos del evangelio que se vieron curados y corrieron para buscar
los papeles que les permitieran ir al encuentro de los suyos; solo uno volvió
sobre sus pasos para llegar a los pies de Jesús y dar gracias. Tenemos que
hacerlo.
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