Dejémonos
tocar por la mano del Señor para abrir nuestra vida a su gracia, a una vida
nueva
Génesis 3, 1-8; Sal 31; Marcos 7, 31 - 37
‘Pero tú
¿estás sordo? ¿No estás oyendo lo que te estoy diciendo?’ Habremos dicho en alguna
ocasión, o nos han dicho a nosotros porque no prestábamos atención a lo que se
nos decía. Oíamos, sí, pero no escuchábamos. El sonido llegaba a nuestros oídos,
pero no estábamos escuchando. También habremos escuchado en más de una ocasión
aquello de que no hay peor sordo que el que no quiere oír, no quiere prestar
atención. Tantas veces nos hacemos oídos sordos en la vida. No nos queremos
enterar, no queremos saber, no queremos complicarnos.
Y no es ya
que no prestemos atención a las cosas que se dicen, los comentarios que se
hacen, es que no queremos saber de problemas, es que no queremos complicarnos
la vida, es que no queremos meternos con sinceridad dentro de nosotros mismos
para ver aquello que nos están señalando, aquello que sabemos que no es bueno,
pero que no queremos saber, no queremos cambiar, no queremos escuchar. Y no oímos
el consejo de un amigo, no escuchamos la recomendación que nos hacen nuestros
padres, no prestamos atención a muchas señales que podemos ver en la vida que
nos tendrían que hacer pensar, que nos harían tomar decisiones que no queremos
tomar, que nos harían cambiar o mejorar, pero preferimos quedarnos así, es más
cómodo, mejor, pensamos, dejarnos llevar por la rutina de lo de siempre.
¿Queremos
abrir nuestros oídos? Quizás vamos al especialista en audición para que nos
ponga unos aparatitos en los oídos, pero no acudimos a quien puede abrirnos los
oídos de la vida para encontrarnos con la verdad de la vida, para encontramos
con la verdad de nuestra propia vida.
Hoy le
llevaron a Jesús – todavía andan en los exteriores casi del territorio de
Israel - a un hombre que era sordo y
apenas podía hablar. Hemos escuchado el relato del evangelio. Jesús se lo lleva
aparte, le metió los dedos en los oídos y le puso saliva en la lengua y le dijo: ‘¡Effetá!, ¡ábrete! Y al
momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba
correctamente’.
Por eso decíamos que tenemos que ir a
quien nos abra los oídos. Tenemos que dejarnos conducir, tenemos que dejarnos
hacer. Que Jesús llegue a nosotros también y toque nuestros oídos, nuestra
lengua, nuestro corazón, nuestra vida. ‘¡Effetá! ¡Ábrete! Que se abran nuestros
oídos, que se abra nuestro corazón, que salgamos de nuestras encerronas y de
nuestras cobardías, que rompamos el ritmo de esa rutina, que nos despabilemos
de una vez por todas y prestemos atención.
Quiero pensar en una cosa. ¿Cuántas
veces hemos ido a la Iglesia, a Misa en la vida? ¿Cuántas veces ante nosotros
se ha proclamado la Palabra del Señor? ¿La habremos escuchado? ¿Le hemos
prestado atención o estábamos en nuestras cosas, en nuestros pensamientos, en
la preocupación de lo que teníamos que hacer después? Hemos estado sordos y no
lo hemos reconocido; hemos estado sordos y no hemos escuchado; hemos estado
sordos y la Palabra que se nos ha proclamado no ha llegado a nosotros. Seguimos
siempre igual, seguimos siempre con lo mismo y pocas señales damos de que
vayamos cambiando. Nuestras actitudes, nuestras posturas, nuestra manera de
hacer las cosas ha seguido siendo la misma. No escuchamos.
Estamos hablando de la escucha de la
Palabra de Dios, pero podíamos pensar en muchas más cosas. Cómo es necesario
que sepamos escucharnos unos a otros. Cuántos problemas se evitarían, cuánto
aprenderíamos de los demás, cómo evitaríamos prejuicios y prevenciones ante los
otros, cómo aprenderíamos a mirar con ojos nuevos y distintos a los demás
descubriendo muchas cosas buenas y positivas, qué nuevas actitudes y posturas
tomaríamos ante los otros. En muchas más cosas tendríamos que pensar.
Dejémonos tocar por la mano del Señor
para abrir nuestra vida a su gracia, a una vida nueva.
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