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viernes, 10 de febrero de 2023

Dejémonos tocar por la mano del Señor para abrir nuestra vida a su gracia, a una vida nueva

 


Dejémonos tocar por la mano del Señor para abrir nuestra vida a su gracia, a una vida nueva

Génesis 3, 1-8; Sal 31; Marcos 7, 31 - 37

‘Pero tú ¿estás sordo? ¿No estás oyendo lo que te estoy diciendo?’ Habremos dicho en alguna ocasión, o nos han dicho a nosotros porque no prestábamos atención a lo que se nos decía. Oíamos, sí, pero no escuchábamos. El sonido llegaba a nuestros oídos, pero no estábamos escuchando. También habremos escuchado en más de una ocasión aquello de que no hay peor sordo que el que no quiere oír, no quiere prestar atención. Tantas veces nos hacemos oídos sordos en la vida. No nos queremos enterar, no queremos saber, no queremos complicarnos.

Y no es ya que no prestemos atención a las cosas que se dicen, los comentarios que se hacen, es que no queremos saber de problemas, es que no queremos complicarnos la vida, es que no queremos meternos con sinceridad dentro de nosotros mismos para ver aquello que nos están señalando, aquello que sabemos que no es bueno, pero que no queremos saber, no queremos cambiar, no queremos escuchar. Y no oímos el consejo de un amigo, no escuchamos la recomendación que nos hacen nuestros padres, no prestamos atención a muchas señales que podemos ver en la vida que nos tendrían que hacer pensar, que nos harían tomar decisiones que no queremos tomar, que nos harían cambiar o mejorar, pero preferimos quedarnos así, es más cómodo, mejor, pensamos, dejarnos llevar por la rutina de lo de siempre.

¿Queremos abrir nuestros oídos? Quizás vamos al especialista en audición para que nos ponga unos aparatitos en los oídos, pero no acudimos a quien puede abrirnos los oídos de la vida para encontrarnos con la verdad de la vida, para encontramos con la  verdad de nuestra propia vida.

Hoy le llevaron a Jesús – todavía andan en los exteriores casi del territorio de Israel  - a un hombre que era sordo y apenas podía hablar. Hemos escuchado el relato del evangelio. Jesús se lo lleva aparte, le metió los dedos en los oídos y le puso saliva en la lengua y le dijo: ‘¡Effetá!, ¡ábrete! Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente’.

Por eso decíamos que tenemos que ir a quien nos abra los oídos. Tenemos que dejarnos conducir, tenemos que dejarnos hacer. Que Jesús llegue a nosotros también y toque nuestros oídos, nuestra lengua, nuestro corazón, nuestra vida. ‘¡Effetá! ¡Ábrete! Que se abran nuestros oídos, que se abra nuestro corazón, que salgamos de nuestras encerronas y de nuestras cobardías, que rompamos el ritmo de esa rutina, que nos despabilemos de una vez por todas y prestemos atención.

Quiero pensar en una cosa. ¿Cuántas veces hemos ido a la Iglesia, a Misa en la vida? ¿Cuántas veces ante nosotros se ha proclamado la Palabra del Señor? ¿La habremos escuchado? ¿Le hemos prestado atención o estábamos en nuestras cosas, en nuestros pensamientos, en la preocupación de lo que teníamos que hacer después? Hemos estado sordos y no lo hemos reconocido; hemos estado sordos y no hemos escuchado; hemos estado sordos y la Palabra que se nos ha proclamado no ha llegado a nosotros. Seguimos siempre igual, seguimos siempre con lo mismo y pocas señales damos de que vayamos cambiando. Nuestras actitudes, nuestras posturas, nuestra manera de hacer las cosas ha seguido siendo la misma. No escuchamos.

Estamos hablando de la escucha de la Palabra de Dios, pero podíamos pensar en muchas más cosas. Cómo es necesario que sepamos escucharnos unos a otros. Cuántos problemas se evitarían, cuánto aprenderíamos de los demás, cómo evitaríamos prejuicios y prevenciones ante los otros, cómo aprenderíamos a mirar con ojos nuevos y distintos a los demás descubriendo muchas cosas buenas y positivas, qué nuevas actitudes y posturas tomaríamos ante los otros. En muchas más cosas tendríamos que pensar.

Dejémonos tocar por la mano del Señor para abrir nuestra vida a su gracia, a una vida nueva.

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