Con
Jesús aprendemos a sentirnos valorados, aprendemos cómo podemos hacer las cosas
por nosotros mismos liberándonos de tantas dependencias que nos anulan
Génesis 1,1-19; Sal 103; Marcos 6,53-56
Si en Gerasa no quisieron recibirlo,
cuando había liberado a aquel hombre del espíritu del mal y le pidieron que se
fuera a otra parte, como escuchábamos el pasado sábado, ahora cuando
desembarcan en Genesaret, otra parte de las orillas del lago de Tiberíades, sí
que le reciben. La fama de Jesús se había extendido por todas partes; de todos
los lugares le traían enfermos para que los curase. Era la fama de taumaturgo
la que se adelantaba a su llegada a cualquiera de aquellos rincones de Galilea.
Eran muchas las angustias y las penas
que la gente vivía en su pobreza; las enfermedades que les debilitaban
aumentaban su pobreza y sus angustias; cuando encontramos modo de liberarnos de
algún mal es normal que comencemos por aquello que nos parece más perentorio y
que de alguna manera veían como causa de los muchos males que sufrían.
Normal parecía que los ciegos que en su
ceguera se veían imposibilitados para cualquier tipo de trabajo estuvieran al
borde de los caminos por donde pasara mucha gente para moverlos a compasión y
alcanzar alguna limosna que remediara en parte su pobreza. Nos fijamos en el
evangelio son muchos los ciegos que nos aparecen por todas partes en sus
diversas situaciones y buscan la luz para sus ojos en Jesús. Toda su fe se
quedaba reducida en la mayoría de las situaciones en poder verse liberados de su
pobreza, al verse liberados de sus limitaciones y enfermedades.
Pero bien sabemos que el hombre allá en
lo más interior de si mismo puede ser consciente de que hay otros males, otras
limitaciones y dependencia, otras discapacidades que no solo afectan a los
miembros o los órganos de nuestro cuerpo, sino que nos atan allá en lo más
hondo de nosotros mismos.
Hay una pérdida de dignidad que
acompaña todas estas limitaciones y más en un mundo donde parece que lo único
válido es que seamos productivos en cosas que nos puedan generar unos bienes o
unas riquezas materiales que nos pueden parecer la solución de todos los males.
Pero esa dignidad y grandeza de la persona no está en las cosas que poseamos,
sino en el valor que nos demos a nosotros mismos, en ese camino que seamos
capaces de emprender hacia una rectitud de la vida, en esa valoración que
hagamos de lo que somos y ese camino de respeto y valoración con que
contemplemos la vida de los demás.
Y es ahí donde Jesús quiere
levantarnos; es ahí donde Jesús quiere recordarnos la grandeza y dignidad de
toda persona. Es la forma cómo Jesús se acerca a todos y pone su mano sobre
todo sobre los que sufren para levantarlos y ponerlos en camino. Ni podemos
quedarnos postrados en nuestra camilla para siempre, ni podemos pretender que
sean siempre otros los que tengan que cargar con nuestra camilla. Ponte en pie,
toma tu camilla y echa a andar, le dice Jesús a los enfermos y a los que se han
hundido en su postración.
Con Jesús aprendemos a sentirnos
valorados, con Jesús aprendemos como podemos hacer las cosas por nosotros
mismos sin estar siempre dependiendo de los demás, con Jesús aprenderemos
también tender la mano para que el otro se sienta también dignificado porque se
puede ver liberado de todos sus males. Tratemos de descubrir con claridad cuál
es la salvación que Jesús nos está ofreciendo y la nueva dignidad con que
siempre hemos de vivir.
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