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jueves, 19 de noviembre de 2020

Lágrimas ante nuestra insensibilidad, nuestras cegueras y la invalidez que nos paraliza tantas veces y nos impide dar una respuesta más comprometida

 


Lágrimas ante nuestra insensibilidad, nuestras cegueras y la invalidez que nos paraliza tantas veces y nos impide dar una respuesta más comprometida

Apocalipsis 5,1-10; Sal 149; Lucas 19,41-44

Qué mal nos sentimos en nuestro interior ante la ingratitud de las personas por las que quizás hemos hecho mucho; interiormente sentimos frustración, parece como si dejáramos de creer en las personas y en su buena voluntad, nos sentimos como impotentes ante posturas y gestos desagradecidos y cómo quisiéramos hacer borrón y cuenta nueva, pero dejar de contar con esas personas que no fueron capaces de reconocer lo que hicimos por ellas. Son nuestras reacciones humanas muchas veces llenas de rabia y de impotencia que quizás hacen aflorar a nuestros ojos unas lágrimas que se convierten en amargura para nosotros aunque quizás desde nuestros respetos humanos nos las tenemos que tragar.

¿Cómo se sentía Jesús ante el rechazo que por parte de algunos recibía? ¿Cuál sería la cruz de amargura que quizá tuviera que llevar cuando quizá veía, sí, personas de buena voluntad que en su sencillez le escuchaban pero que luego unos dirigentes interesados hacían tornar las voluntades de aquellas buenas personas? Llegaba ahora a la ciudad de Jerusalén y aunque sabía que habría un domingo de ramos en que niños y gente sencilla le aclamarían, sabía también que por detrás estaban unos dirigentes que no le aceptaban, que llegarían a manipular aquellos corazones sencillos para volverlos en su contra y en lugar de hosannas más tarde pedirían su muerte.

La presencia de Jesús en la ciudad santa muchas veces se hacía difícil y controvertida. Eran tantos los que estaban al acecho; y no era solo la desconfianza de los que porque vivían en Judea y Jerusalén rechazaban todo lo que pudiera venir de los incultos galileos, sino que era la controversia constante de quienes estaban al acecho del más pequeño movimiento o palabra de Jesús para aparecer en su contra buscando siempre el desprestigio y la destrucción. Conocidas son las diatribas constantes entre Jesús y los dirigentes del pueblo, sacerdotes y ancianos del sanedrín, fariseos o saduceos a los que se unían también los herodianos, los escribas y los maestros de la ley con sus preguntas capciosas, como tantas veces hemos escuchado en la lectura del evangelio.

¿Cuál era la reacción de Jesús? ¿Aparecían también aquellos sentimientos tan humanos a los que antes hacíamos referencia ante las ingratitudes? Dolor había en el corazón de Cristo pero nunca en El podía aparecer la amargura, es cierto. Ese sentimiento de frustración ante lo que parecía inutilidad de todo lo hecho aparecería también en su corazón y grande era el dolor de su espíritu, por aquella negación constante. Son las lágrimas que hoy le vemos derramar cuando contempla la ciudad santa – en espectáculo maravilloso como desde el Monte de los Olivos se vislumbra – desde aquel lugar que para siempre recordaría las lágrimas de Jesús.

Es llanto ante la ingratitud, ante la insensibilidad, ante la cerrazón del corazón que no se abre a la palabra de vida que en Jesús llega a ellos para su salvación. Todo aquel esplendor que desde allí se contempla Jesús proféticamente lo ve arrasado; aquella ciudad y templo una de las maravillas del mundo quedará arrasado y no quedará piedra sobre piedra, y aquellos habitantes tan orgullosos de su ciudad como todo buen judío serán arrasados.

Pocos años más tarde Jerusalén será destruida y los autores antiguos nos narrarán con todo detalle su destrucción. Con lo que amaba Jesús aquella ciudad ¿no iban a brotar lágrimas abundantes de sus ojos y de su corazón? Sus lágrimas son como una última llamada, aunque para Dios no hay nunca una última llamada porque El siempre estará esperándonos.

Porque a eso es a donde tenemos que llegar. El hecho de las lágrimas de Jesús, el esplendor de Jerusalén y la respuesta negativa de sus gentes y su posterior destrucción ahí están, son un hecho incuestionable, pero en eso no podemos quedarnos. Porque somos nosotros los que tenemos que vernos a nosotros mismos y nuestras respuestas.

¿Serán las lágrimas de Jesús por nosotros? ¿Seremos nosotros los que hemos de derramar lágrimas al ver la insensibilidad en que tan fácilmente caemos en nuestra vida, la ceguera de nuestro espíritu o esa invalidez que nos paraliza tantas veces y nos impide dar una respuesta más comprometida?

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