La
luz del evangelio va siempre delante de nosotros iluminando nuestra vida y las
diversas situaciones para que no nos dejemos seducir por la tentación de la
vanidad y del orgullo
1Samuel 18, 6-9; 19, 1-7; Sal 55;
Marcos 3, 7-12
¿A quién le amarga un dulce? Esto
solemos decir porque el sentirse honrado y valorado por la gente, sentir que
alrededor uno tiene muchos amigos que confían en ti, que la gente te tiene en
cuenta y te escucha es algo agradable con lo que se siente un gozo interior y te
hace crecer en tu autoestima.
Pero también tiene sus peligros;
aquellos que buscan ser halagados por la gente, que la gente te reconozca y de
alguna manera te suba a unos pedestales, el sentirte así fuerte porque incluso
puedes arrastrar a la gente a que haga las cosas a tu gusto e incluso para
halagarte son alguna tentaciones que podemos sufrir. Así surgen esos populismos
en que queremos presentarnos como héroes y salvadores y al final ansiamos el
poder que enriquece nuestro ego y de camino también nuestros bolsillos, y
pueden comenzar a aparecer muchas cosas que ya no son tan positivas porque
terminamos incluso manipulando a la gente con tal que nos mantengan en nuestro
pedestal.
Cosas así vemos muchas veces en la vida
social - ¿y por que no decirlo, también en la vida política? – donde se
comienza quizá con buenos deseos de hacer que las cosas mejoren pero al final
lo que queremos es imponer nuestras ideas o nuestra manera de ver las cosas y
terminamos restando la libertad de los individuos y de la misma sociedad. De esas
manipulaciones, de esos populismos, de ese endiosamiento de muchos que ya se
creen indispensables en la sociedad podríamos poner muchos ejemplos y muchos
nombres. Ese caramelo que endulzaba nuestro ego puede convertirse en algo
amargo para muchos del entorno de esos nuevos ídolos de la vida que van
apareciendo.
Si en verdad tenemos una palabra que
decir que pueda mejorar nuestra sociedad y nuestro mundo, si tenemos ideas y
energías para hacer que las cosas marchen mejor, si hay en nosotros unos
valores o unas cualidades con los que podemos hacer bien, desarrollémoslo, pero
cuidado con esas tentaciones que nos van a aparecer enseguida en nuestro
entorno y que pueden echar a perder lo bueno que intentamos hacer.
Hoy estamos ante una página del
evangelio donde vemos cómo Jesús es valorado y admirado por las gentes que
vienen de todos lados a escucharle y a seguirle. Sus palabras, sus gestos, los
signos que va realizando van despertando la esperanza de aquellas gentes sin
esperanza y pronto están viendo como una luz nueva aparece sobre sus vidas.
Quieren escuchar a Jesús, tantos se agolpan a su alrededor que por todos lados
lo estrujan y tendrá que valerse incluso de las lanchas de aquellos pescadores
pero desde allí poder hablar mejor a todos y todos puedan escucharle.
Pero Jesús no se deja seducir por ese
dulce de la fama que le puede engolosinar. Ya recordamos que en el monte de la
cuarentena – lo veremos en la próxima cuaresma el primer domingo – el diablo
tentador le quiere seducir por esa pronta fama que pudiera obtener si tirándose
del pináculo del templo no le pasara nada porque los Ángeles de Dios no le
dejaran tropezar en las piedras. Jesús rechaza la tentación. Algo que estará
presente en la vida de Jesús, porque como hoy mismo le escuchamos El no quiere
que de divulguen las cosas y los signos que realiza, porque es algo más hondo
lo que busca Jesús en el corazón de los hombres.
La luz del evangelio va siempre delante
de nuestros ojos iluminando nuestra vida y las diversas situaciones en las que
nos podamos encontrar, para que nosotros tampoco nos dejemos seducir por esa tentación
de la vanidad y del orgullo, a lo que somos tan dados. Que lo bueno que
realicemos, el bien que hagamos no sea nunca para endiosarnos y desde el
orgullo subirnos a los pedestales de la fama y del populismo. Sepamos bien por
qué tenemos que hacer las cosas y como hemos de hacerlas. Que no nos falte la
humildad para siempre la gloria sea para el Señor.
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