Nunca el valor del dinero esté por encima de aquellos valores
que facilitan la armonía de las relaciones humanas y nos hacen verdaderamente
felices
Romanos 4,20-25; Sal.: Lc. 1,69-75; Lucas
12,13-21
‘Maestro,
dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia…’ La historia es antigua
y es actual. Era habitual que los que andaban en litigios acudieran a los
rabinos para encontrar solución a sus problemas o hicieran de intermediarios y
ahora viene uno hasta Jesús con un problema de herencias con un familiar.
Pero
siguen sucediendo casos así en todos los tiempos y en nuestra época. ¿Quién no
conoce algún caso, o quizás muchos, de discordias familiares a causa de las
herencias dejadas por sus padres? Había armonía en la familia hasta que se
metió por medio el tema del dinero, de las propiedades o de las herencias. ¿Es
posible que estos asuntos tan materiales estén por encima de una armonía
familiar hasta el punto que surjan rupturas y desavenencias que llegan en
ocasiones hasta el odio entre antes se amaban?
Son las
ambiciones que aparecen en el corazón humano por el deseo propiedades o
riquezas, la ambición del dinero por decirlo de una manera fácil. Tenemos esa
apetencia de la propiedad, esto es mío, esto es para mí, esto no me lo quita
nadie, mío, mío, mío… Aunque en nuestra razón a la hora de principios tengamos más
o menos claro que no podemos ser ambiciosos ni egoístas sin embargo aparecen en
cualquier rincón del corazón esas apetencias y ambiciones que terminan por
encerrarnos en nosotros mismos y romper incluso las buenas relaciones que
tengamos con los demás.
A la
petición que le hace aquel hombre a Jesús éste le responde: ‘Guardaos de
toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus
bienes’. ¿De qué depende nuestra vida? ¿Dónde ponemos su fundamento? La
gente suele decir que el dinero no da felicidad pero ayuda a conseguirla.
¿Podemos contentarnos con una cosa así? ¿Dónde están las verdaderas relaciones
humanas? Si ponemos como una condición que para poder ser felices necesitamos
de la ayuda del dinero o de la riqueza, en algo muy pobre estamos poniendo la
felicidad y esa felicidad pronto nos daremos cuenta que es caduca y fatua.
Tenemos
que buscar unos valores que no tengan el brillo del oropel, que siempre será un
brillo externo y superficial. Hemos de buscar valores que le den hondura a
nuestra vida y que buscando unas relaciones de verdadera armonía porque seamos
incluso capaces de perder para ver felices a los que están a nuestro lado será
como sentiremos la hondura de la verdadera felicidad. Pongamos humanidad en
nuestra vida, busquemos lo que sea verdaderamente el bien de la persona,
sabremos ir viviendo en la armonía del compartir generoso, daremos importancia
entonces a lo que es la verdad de la persona y estaremos obteniendo la mayor de
las riquezas.
Si la posesión
de unos bienes – volviendo de nuevo a lo que le planteaban a Jesús con el tema
de las herencias – nos lleva a romper relaciones de amor y de amistad, a vivir
con el corazón lleno de amargura y desconfianza y a hacérselo vivir también al
otro, ¿merecerá la pena la posesión de esas riquezas? Vivir así rompiendo con
todo el mundo, llenos de amarguras y resentimientos, ¿nos dará verdadera
felicidad?
Termina
Jesús recordándonos de qué nos vale la posesión de todas esas cosas que decimos
que nos van a quitar toda preocupación cuando sabemos que un día moriremos y
todo se quedará atrás, muchas veces quizá sin haberlas de verdad disfrutado.
‘Dios le dijo: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has
acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico
ante Dios’.
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