Una nueva familia con unos nuevos lazos de amor que crean una nueva comunión cuando llegamos a vivir con toda intensidad el Reino de Dios
Esdras 6, 7-8.12b.14-20; Salmo 121; Lucas 8, 19-21
Los vínculos de la sangre son algo muy profundo y muy precioso en la vida de las personas; algo que cuidamos con esmero y cariño porque de esos vínculos nacen los lazos del amor más sublime y hermoso; no podemos, por supuesto, permitir que esos lazos se desgasten y se destruyan porque la familia es algo fundamental en el crecimiento de la persona, en ella nacemos y crecemos, en la convivencia familiar nos formamos y aprendemos de la vida y será un gran estímulo y hasta soporte para los avatares de nuestra existencia.
Pero sabemos bien que no son los únicos, que desde el amor, el afecto y la amistad también podemos crear vínculos muy profundos que pueden incluso sustituir aquellos vínculos de la sangre si algún día se rompieran. En el camino de la vida vamos estrechando esos vínculos nacidos del afecto y de la amistad en los que llevamos a una profundidad y madurez también admirable.
Ya se nos dice en un versículo de los libros sapienciales que ‘hay amigos que son más afectos que un hermano’. Todos seguramente habremos tenido la experiencia de sentirnos con otras personas que no son de nuestra sangre sin embargo con relaciones más hermosas y profundas que las que sostenemos como la misma familia; no tenemos la misma sangre pero los sentimos junto a nosotros como una familia, como hermanos. Son esos vínculos que incluso pueden ir más allá de la amistad y que van creando una comunidad de amor en la que verdaderamente nos sentimos como hermanos.
Es lo que hoy nos quiere decir el evangelio, es lo que Jesús quiere crear en nosotros con la vivencia del Reino de Dios. No son ya las obligaciones que podemos sentir en nosotros en razón de la sangre y de la carne, sino que será un nuevo sentido de comunión, los sentimientos de una nueva familia de la que entramos desde nuestra fe y nuestro amor a formar parte.
A algunos les puede resultar desconcertante, si no lo entendemos bien, el pasaje que hoy nos ofrece el evangelio. Jesús está rodeado de mucha gente como siempre a la que está proclamando la Palabra de Dios, el anuncio del Reino. Muchas veces hemos visto cómo la gente se aglomera en torno a Jesús; en ocasiones hemos visto que la gente no puede ni siquiera entrar en la casa donde está como cuando le traen al paralítico al que terminarán descolgando por el techo; en la orilla del lago Jesús se valdrá de la barca de Pedro para desde ella anunciar el Reino a la gente aglomerada en la orilla.
Hoy quieren llegar a Jesús su Madre y los parientes que quizás han venido desde Nazaret. ‘Tu madre y tus hermanos te buscan’, le anuncian a Jesús. En la palabra hermano podemos entender esos vínculos familiares tan intensos en que todos se sienten de la misma familia y se consideran como hermanos. Se lo anuncian a Jesús, y pareciera que Jesús no hace caso, no le da importancia. Pero Jesús estará proclamando algo muy importante. ¿Quiénes son para Él su madre y sus hermanos? No se queda en la relación de la sangre, El nos mira con una mirada más amplia, el nos hace entender esa nueva relación que tiene que haber entre nosotros en la medida en que escuchamos la Palabra de Dios y acogemos el Reino de los cielos que nos anuncia Jesús.
‘¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?’ se pregunta Jesús y mira en su derredor. Allí está la nueva familia, allí están los que han venido ansiosos por escuchar la Palabra de Dios. Podríamos decir, hablando en un lenguaje quizás meramente humano, que Jesús se debe a aquellos que han venido a escucharle. Pero es que nos está diciendo más, allí están las señales del Reino de Dios que está anunciando, allí están todos aquellos que quieren escuchar la Palabra de Dios, que quieren hacer presente en sus vidas el Reino de Dios que está anunciando Jesús. ‘Estos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la Palabra de Dios y la plantan en su corazón’. Ya lo diría también en otra ocasión cuando aquella mujer anónima en medio del pueblo entona alabanzas para la madre que trajo al mundo a tal hijo, ‘Dichoso el vientre que te llevó, dichosos los pechos que te amamantaron’. Pero Jesús dirá ‘más dichosos aun los que escuchan la Palabra de Dios y la plantan en su corazón’.
Esa es la nueva familia de Jesús, esa es la familia que nosotros tenemos que ser, esos son los lazos de amor que entre nosotros hemos de crear, ese es el Reino de Dios que hemos de vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario