Sepamos
encontrar lo que realmente es fundamental y se convierte en riqueza y sabiduría
de nuestra vida y nos llena de grandeza y dignidad
Sabiduría 9, 13-19; Salmo 89; Filemón 9b-10.
12-17; Lucas 14, 25-33
Vivir no es ni simplemente dejar pasar
las horas y los días, ni solamente ocupar nuestro tiempo haciendo cosas y
cosas; algo más hondo tiene que darle intensidad a nuestra vida, unas metas
hemos de tener para que aquello que hacemos tenga un sentido y un verdadero
valor, sopesamos así lo que somos y lo que valemos, descubrimos nuestras
posibilidades y llenamos nuestro caminar de unos valores, le damos riqueza a
nuestra vida, y crecemos desde lo más hondo, le damos un contenido de humanidad
a lo que hacemos y lo que vivimos y de ninguna manera nos encerramos en
nosotros mismos, porque vivimos entre los demás, con los demás y de alguna
manera también para los demás, porque de lo contrario todo se convertiría en egoísmo;
será el amor el que le dé verdadera hondura a nuestra vida y lo que hará rica
nuestra existencia. Pero para llegar a todo eso tenemos que hacer nuestros
planteamientos, descubrir, sí, lo que son nuestras posibilidades, pero también
sentir esa fuerza interior y al mismo tiempo superior que nos ayuda y
fortalece. Es, por así decirlo, encontrar la sabiduría de la vida.
Hoy Jesús en el evangelio tratando de
que sus discípulos tengan claro lo que significa seguirle, como diríamos hoy
nosotros, lo que significa ser cristiano, precisamente nos quiere ayudar a que
descubramos lo que es verdaderamente importante, siendo capaz de dejar a un
lado, aunque incluso sea bueno, aquello que nos podría desviar de nuestra
verdadera meta. En ese camino nos enseña cómo incluso tengamos que decirnos no
a algunas cosas para que en verdad seamos sus verdaderos discípulos.
Queremos, por ejemplo, construir un
edificio y tratamos de ver todos los materiales que podríamos utilizar y que
están a nuestra mano, al tiempo veremos lo que podemos hacer, lo que es la
capacidad que tenemos y los medios de los que nos vamos a valer para poder
realizarlo. Pero quizás, aunque sean buenos, no todos los materiales los
podremos utilizar, tendremos que descartar algunos porque no nos van a servir
para lo que pretendemos construir. Ahí está el trabajo, en cierto modo, previo
que tenemos que realizar, analizando, escogiendo lo mejor, descartando lo que
quizás no nos seria provechoso, buscando los medios y trazándonos los
verdaderos planos para lograr ese bello edificio. Sabio el que sabe elegir lo
mejor para tener el mejor edificio.
Jesús nos ha hablado con unas pequeñas
parábolas por una parte del hombre que quiere construir una torre, o del reino
que en una guerra ha de enfrentarse a vecinos enemigos; en uno y otro caso nos
dice Jesús que hay que detenerse tanto antes de comenzar a realizar la torre
como antes de emprender la batalla, para saber si en verdad podremos conseguir
nuestros fines, no sea que se nos derrumbe el edificio o seamos vencidos
irremediablemente en la batalla.
Así en la vida, así en el camino de
nuestra vida cristiana. Tenemos que clarificar muy bien el camino que nos
señala Jesús, el sentido verdadero del Reino de Dios del que nos habla Jesús,
no sean que emprendamos sendas erróneas. ¿Dónde vamos a encontrar ese verdadero
camino? Vayamos al Evangelio, escuchemos de verdad la Palabra de Dios,
plantémosla en lo hondo de nuestro corazón, rumiémosla muy bien en nuestro
interior.
Será lo que en verdad va a dar hondura
a nuestra vida, lo que dará profundidad a nuestras decisiones, lo que
finalmente nos mantendrá firmes con constancia en el camino emprendido.
Podríamos decir que no podemos ir a lo loco, no podemos solamente dejarnos
llevar por fervores momentáneos, que pronto se pueden apagar; una llamarada muy
grande y aparatosa en principio, pronto se quedará en un rescoldo que a lo más
mínimo se va apagar y todo se volverá humo. Muchas veces nos encontramos así, o
lo contemplamos en tantos a nuestro lado. Les faltó o nos faltó esa verdadera
profundidad, esas hondas raíces bien enraizadas en el corazón de Cristo, en el
evangelio. Es la sabiduría que nos da el evangelio.
Pueden resultarnos desconcertantes las
palabras del evangelio en aquello que nos dice Jesús a lo que hemos de
renunciar. No nos dice Jesús que no tengamos que amar a nuestros padres o a
nuestros hijos, al hermano o al esposo o la esposa; podría parecer
contradictorio con otros pasajes del evangelio en que Jesús nos propone como
mandamiento principal precisamente el amor. Lo que nos quiere decir que nada
puede ensombrecer el amor que le tengamos a Dios, más aun tenemos que hacer que
ese amor de Dios sea la fuente de nuestro amor para el amor que tengamos a
cuantos nos rodean. Es encontrar lo que verdaderamente es fundamental y que se
va a convertir en fuente de cuanto hagamos o digamos.
En ese sentido va también lo que nos
dice del desprendimiento con que hemos de vivir en nuestra relación con lo
material. El verdadero tesoro de nuestra vida no está en esos bienes materiales
que tengamos; son cosas que necesitamos, es cierto, en nuestras mutuas
relaciones o para la adquisición de lo que necesitamos para una vida digna;
pero cuando convertimos lo material en lo fundamental de nuestra vida estamos
trastocando el sentido de todo, por eso tenemos que liberarnos de esos apegos,
no convertirlos en el tesoro de nuestro corazón. Cuando vivimos con esos apegos
nos esclavizamos, nos hacemos dependientes de esas cosas, oscurecen nuestra visión
porque lo convertimos en un filtro en nuestros ojos que no nos deja ver con
claridad.
Y las palabras de Jesús son tajantes,
porque quien vive de esa manera, nos dice, ‘no es digno de mí’. Son
materiales que nos pueden echar a perder el edificio y no nos valen como
piedras fundamentales para la construcción de nuestra vida. Tenemos que saber
encontrar esa verdadera sabiduría que enriquezca nuestra vida llenándola de
humanidad.
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