El paso por el tamiz de la humildad nos llevará a descubrir nuestra verdadera grandeza, hará posible el encuentro con Dios, y facilitará nuestra relación con los demás
2Reyes 5, 1-15ª; Salmo 41; Lucas 4, 24-30
No es fácil muchas veces pasar por el tamiz de la humildad. Es muy fino y delicado, por su entramado hay que hacerse muy pequeño para poder traspasarlo.
Cuánto nos cuesta reconocer la realidad de nuestra vida, cuánto nos duele cuando nos hacen agachar nuestra cabeza, cuánto nos cuesta pasar por la puerta estrecha porque cada vez andamos más inflados. Si viene alguien con halagos y alabanzas, aunque buenamente digamos – y no sé si sería de bocas a fuera como suele decirse – que no lo merecemos, que habíamos hecho lo que teníamos que hacer y no se cuantas cosas más, sin embargo en el fondo estamos agradeciendo esas alabanzas y si pudiéramos se las restregaríamos en el rostro a tantos que pensamos nosotros que no nos valoran ni nos tienen en cuenta. En el fondo nuestro orgullo se quiere alimentar y nuestro ego parece que necesita inflarse. Eso de la humildad acaso pensamos que no es para nosotros.
Como nos narra el texto del libro de los Reyes, hasta Israel ha llegado un hombre muy embebido en su soberbia, pero que sin embargo está enfermo; viene porque una esclava de su mujer le ha dicho que en Israel hay un profeta que puede curarlo. Allá viene con sus credenciales de poder, pero finalmente tiene que llegar hasta la pobre casa del profeta. No sale a recibirlo, como él esperaba con todas las credenciales de grandeza que le acompañaban, sólo el profeta le manda a decir que vaya al río Jordán y se lave siete veces. Herido en su orgullo quiere marcharse, porque en su tierra hay ríos más importantes que aquel para él minúsculo río del Jordán; convencido por sus acompañantes poco a poco va descendiendo de sus pedestales y pasa por el tamiz de la humildad bañándose en el Jordán y sintiéndose curado. Vendrán luego la gratitud y los reconocimientos, pero solo cuando ha pasado por ese tamiz de la humildad se ha encontrado con la gracia y el poder del Señor.
Es a ese episodio al que hace referencia Jesús en su visita, precisamente, a su pueblo y a la sinagoga de Nazaret. Se sienten inflados en su orgullo las gentes de Nazaret por lo que han oído que Jesús ha ido realizando en otros lugares. Pero en su orgullo persiste la desconfianza, como sucede tantas veces. Parece que el orgullo y la soberbia solo nos hacen creer en nosotros mismos porque nos sentimos grandes. Y Jesús no realiza en Nazaret ninguno de aquellos milagros que ellos esperaban. Como hemos dicho les recuerda el episodio de Naamán el leproso sirio, pero no aprenden la lección. Más bien tratarán de quitarse de en medio a Jesús porque se sienten heridos en su orgullo.
Cómo comenzamos a tirar dardos contra los demás cuando nos vemos humillados, fácilmente nos volvemos violentos y destructivos. Aparecerán pronto los resabios y descalificaciones. ‘Es el hijo del carpintero’, dirán de Jesús, ‘aquí están sus parientes’, como queriendo siempre minimizar los que nos parece grande o nos sentimos heridos por su luz.
¿Qué nos sucede tantas veces con aquellas personas que decíamos que apreciábamos? pero cuando no actuaron como nosotros esperábamos qué pronto nos volvemos contra ellas y cómo todo fácilmente se transforma en resentimientos y en odio. Eran tan amigos y ahora no se pueden ver, porque no supieron pasar por ese tamiz de la humildad su amistad y los pequeños roces o la falta de entendimiento y comprensión se convierten en desaires que crean abismos y distanciamientos.
Pero ¿no nos sucede de manera semejante en nuestra relación con Dios? Lo primero que aparece muchas veces es decir que Dios no nos escucha y no sabemos aceptar con humildad lo que son los planes de Dios para nuestra vida; cómo se enfría fácilmente nuestra religiosidad, como nos vamos alejando poco a poco cayendo en una tibieza espiritual que se hace pendiente que nos lleva al abandono de todo.
Sólo cuando tengamos un corazón humilde podremos llegar a reconocer la grandeza del amor de Dios y cómo en nosotros, sin que sepamos reconocerlo, sin embargo Dios siempre está haciendo maravillas.
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