En el silencio y soledad de las bandas del sur de Tenerife se fraguó la aventura misionera del Hermano Pedro para evangelizar las tierras de Guatemala
Hoy celebramos en nuestra tierra la fiesta de nuestro primer santo
canario, el Santo Hermano Pedro de San José de Bethencourt. Nacido en Vilaflor,
Tenerife, y apóstol de Guatemala donde murió en 1667.
La vida de nuestro Santo Hermano Pedro estuvo en nuestra tierra
rodeada de demasiadas tradiciones y en cierto modo leyendas. Todo giraba en
otros tiempos en torno a la Cueva del Hermano Pedro, allá en las cercanías de
las playas del Médano, en Granadilla y allí recuerdo como siempre la gente
acudía sobre todo el día de san Pedro para recordar y festejar al Hermano
Pedro, cuando aun no había sido ni beatificado ni canonizado.
La tradición nos habla de esa cueva como un lugar donde se guarecía
con sus ganados en las épocas del año en que venia a pastar en las zonas de
costa. Un lugar que le servia al Hermano Pedro para el retiro y el silencio,
para la oración y la reflexión, como sigue siendo hoy en el espacio religioso
que allí se sigue manteniendo.
Quizá allí, en aquellas soledades se fraguara su deseo de ir a América,
desde ese espíritu aventurero nacido quizá de la necesidad de ir ‘a la
conquista’ de América como tantos y a través de los siglos ha seguido
sucediendo, pero que en Pedro habría también deseos de evangelización después
de lo escuchado de un familiar suyo religioso que en esas tareas desarrollaba
su labor en América.
Era Pedro un hombre devoto y piadoso, que había nacido a espaldas de
la Iglesia de san Pedro de Vilaflor, donde hoy precisamente se levanta su
santuario sobre lo que fue el solar de su casa. Su trashumancia por las bandas
del sur de la isla no le impidieron cultivar su espíritu religioso y de ahí
nacería su deseo de ir a América.
Recaló primero en Cuba para trasladarse luego a Honduras y finalmente
a Guatemala. Quiso ser sacerdote, pero los estudios eclesiásticos y los latines
se le hacían imposible lo que no le impidió entrar en la orden tercera de los
franciscanos. Su espíritu pobre le hizo amar de manera especial a los pobres y
a los enfermos y pronto buscaría lugar junto a una ermita para recoger a los
necesitados y a los enfermos que ni siquiera en los pobres hospitales de la
época encontraban cabida.
Proverbial era su salida todas las mañanas por la calles de Antigua
con el repiqueteo de su campanilla recordándonos lo efímera que es nuestra
vida, pero al tiempo recogiendo limosnas para sostener aquel incipiente
hospital de convalecientes. En torno a él pronto surgirían quienes querían
seguir sus pasos para atender de igual manera a pobres y enfermos, lo que daría
origen a la Orden de los Hermanos de Belén que llegaría a constituirse
formalmente después de su muerte.
El Hermano Pedro murió muy joven, de cuarenta y un años, pero dejo
tras de si una huella de virtudes y de santidad, estimulo para muchos en el
camino del seguimiento de Jesús. El amor al misterio de Belén fue de alguna
manera escuela de santidad en la pobreza y la humildad. Su amor a los
necesitados y a los enfermos fue un sol que resplandecía fuerte en su vida. su
amor a la Virgen, con deseos siempre de volver un día a su tierra para
postrarse ante la Virgen de Candelaria, fue el aliento de madre que sintió y
que le impulsaba más y más en ese camino de pobreza, de desprendimiento, de
caridad.
Que el ejemplo de nuestro Santo Hermano Pedro nos estimule a nosotros también
en ese camino de santidad hecho de pequeñas cosas, de pequeños gestos, en la
sencillez de nuestra vida ordinaria de cada día. No son grandes cosas las que
tenemos que hacer sino eso pequeño y ordinario de cada día realizado con un
amor extraordinario que nos haga sintonizar en cada momento con el corazón de
Dios. A eso precisamente nos invita el Papa Francisco con su reciente exhortación
apostólica sobre la santidad.
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