Tratemos siempre de descubrir lo que Jesús quiere trasmitirnos que nos ayude a crecer espiritualmente y a vivir el compromiso de nuestra fe con intensidad
2Reyes 5,1-15ª; Sal 41; Lucas 4,24-30
Orgullo de un pueblo son sus hijos; cuando se ve que alguien nacido en
nuestro pueblo sobresale en la vida por las cosas que hace o por su saber todos
se sienten orgullosos y todo se vuelve alabanzas hacia esa persona que todos
quieren y, repito, por la que se sienten orgullosas. Todos son familia o todos
son amigos de la infancia aunque quizá nunca antes habían tenido mucha relación
con esa persona. Es un orgullo en cierto modo egoísta porque puestos a su lado
nosotros queremos también destacar y aparecer como importantes.
Pero bien sabido es enseguida se quiere sacar partido; que esa persona
que destaca haga cosas especiales por los suyos, todos se sientan beneficiados;
pero bien sabemos que si no salen bien esas consecuencias de la misma manera
que lo elevamos por las alturas en nuestras alabanzas, también pronto estamos
dispuestos a tirarlo del pedestal y hasta en cierto modo renegar de esa persona
a la que ya desde entonces queremos desconocer. Así somos variables, cambiantes
en la vida.
¿Sería algo así lo que le sucedió a Jesús en su pueblo de Nazaret? Ya
sabemos de la admiración que sintieron por Jesús cuando aquel sábado se levanto
en la Sinagoga para hacer la lectura de la Ley y los Profetas y su comentario.
Todo eran alabanzas, elogios, reconocían que había salido de su pueblo, que allí
estaban sus parientes y de alguna manera parecía que en aquel pequeño pueblo
todos eran parientes de Jesús.
Pero pronto comenzaron a preguntarse de donde le había salido toda
aquella sabiduría porque solo era el hijo del carpintero. Y cuando esperaban
que hiciera los milagros que habían oído que hacia en Cafarnaún y en otros
sitios, esperaban que allí también se prodigara obrando prodigios. Y ahora Jesús
comienza a hablarles con cierta dureza para hacerles comprender qué era en
verdad lo que habían de buscar en él.
No eran las obras prodigiosas su principal mensaje, sino que en ellos
se despertara la verdadera fe. Los signos eran solamente eso, signos, algo que quería
llevarles a lo que verdaderamente era importante, pero eso ya les constaba
entender. Pero ¿qué les iba a enseñar Jesús a ellos que se creían muy seguros
en su manera de entender las cosas? Eso nuevo que les enseñaba Jesús que tendría
que hacerles profundizar en su vida ya no les gustaba tanto. Y vemos como
termina el episodio. ‘Todos
en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del
pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención
de despeñarlo’.
Un pasaje del evangelio que
tiene que hacernos reflexionar en muchas cosas. Nunca los orgullos fueron
buenos. Ni en nombre de nuestros orgullos querer manipular las cosas y las
personas queriendo buscar provechos personales. Ya sabemos cuan interesados nos
volvemos tantas veces.
Pero por otra parte tenemos
siempre que saber ir a lo fundamental. Pero es también en el camino de nuestra
fe. Siempre abiertos a un crecimiento espiritual, siempre atentos al Espíritu
del Señor que nos habla al corazón, siempre con deseos de saber escuchar para
crecer espiritualmente, siempre en camino de un verdadero compromiso de amor
que nos lleve a aceptar a las personas, a comprender, a amar, a darnos por los
demás.
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