Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones
Is. 42, 1-7; Sal. 26; Jn. 12, 1-11
‘Mirad a mi siervo a
quien sostengo, mi elegido a quien prefiero. Sobre El he puesto mi espíritu…’ Así comienza el cántico del Siervo
de Cavé de Isaías en la primera lectura de este lunes santo.
Estos días desde ayer domingo de ramos en la primera
lectura escuchamos diversos fragmentos de los cánticos del siervo de Yahvé de
Isaías hasta el viernes santo, salvo el jueves santo que tiene un sentido
distinto la liturgia. Son cánticos del profeta que nos describen la misión del
Mesías y que algunos de ellos son también como una descripción profética de la
pasión, en alguno de ellos con mayor intensidad descriptiva. Nos pueden ayudar
mucho en las meditaciones que en torno a la pasión del Señor nos hacemos en
estos días. En ello incidía de manera especial el texto que ayer escuchábamos y
el que escucharemos sobre todo el viernes santo.
El texto de hoy, sin embargo, nos recuerda más lo leído
por Jesús en su presentación en la Sinagoga de Nazaret. Viene en cierto modo a
definirnos su misión. Lleno del Espíritu del Señor viene a realizar una alianza
nueva con su pueblo y nos describe también las obras que realizaría Jesús como
señales del Reino nuevo de Dios que nos anuncia e instaura.
‘Yo, el Señor, te he
llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado y te he hecho
alianza de un pueblo, luz de las naciones’. Es lo que Cristo viene a realizar con nosotros con su
sangre derramada en la cruz. Como hemos venido reflexionando estos días viene a
reunirnos de todos los pueblos y naciones. Quiere hacernos una sola familia,
una sola comunión entre todos nosotros.
Pero viene también a arrancarnos de nuestras tinieblas
y oscuridades. Los milagros que Jesús realiza son signos y señales de esa luz
que tiene que haber en nuestra vida. Lo hemos escuchado y meditado en muchos
textos. Hoy nos dice: ‘Para que abras los
ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los
que habitan en tinieblas’. Nos lo dijo en Nazaret leyendo el texto del
profeta y nos lo confirma cuando van los enviados de Juan a preguntarle si El
es el que ha de venir o han de esperar a otro. Una de las señales que Jesús les
da es que a los ciegos se les devuelve la vista.
Por ahí han de ir los frutos de esta Pascua que nos
disponemos a celebrar. Así tiene que ser iluminada nuestra vida y así hemos de
sentirnos liberados de toda esclavitud y de todo pecado. Cuántas cosas
oscurecen nuestra vida; cuántas cosas nos llenan de esclavitudes; cuántas cosas
nos separan unos de otros y crean división en nuestra vida y en nuestra
relación con los demás. Son las cosas que tenemos que transformar en nuestra
vida con la gracia de Dios.
Dudas, olvidos de Dios, orgullos que nos endiosan,
egoísmos que nos aíslan, desconfianzas, resentimientos y envidias que nos
alejan de los demás. Son los pecados que se nos van metiendo en el corazón y
nos alejan de Dios al tiempo que nos alejan de los demás. Muchas cosas tenemos
que ir examinando una y otra vez a la luz de la Palabra del Señor que vamos
escuchando y contemplando en estos días. Cristo derrama su sangre porque quiere
poner paz entre nosotros. Cristo muere en la cruz para ser nuestra
reconciliación. Cristo se entrega por amor en su pasión para llenarnos de nueva
vida y hacernos resucitar a la gracia y a la santidad.
El evangelio del lunes santo nos habla de la comida
ofrecida a Jesús en Betania, después de lo de la resurrección de Lázaro, donde
María derramó el frasco de perfume de nardo sobre los pies de Jesús. Es el
texto paralelo que ayer escuchábamos en la pasión de Marcos y entonces ya
comentábamos. Sí hemos de decir que el perfume que inunde nuestra vida cuando
estamos cerca de Jesús sea el perfume del amor. Porque es que al lado de Cristo
de su amor tenemos que sentirnos siempre rebosantes, llenos, inundados para
amar con su mismo amor. Sentimos su amor sobre nosotros, pero con ese amor
nosotros queremos amar a los demás. Ya decíamos ayer que la predisposición del
amor es la mejor que podemos poner en nuestra vida cuando nos disponemos a
contemplar la pasión de Cristo y a sentirnos renovados por su gracia.
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