Cantar de los Cantares, 2, 8-14;
Sal. 32;
Lc. 1, 39-45
‘¿Quién soy yo para que me visite la madre de
mi Señor?’ dice
Isabel cuando llega María. Todo se vuelve bendiciones y alabanzas. ‘Bendita tú entre las mujeres y bendito el
fruto de tu vientre’. Bendiciones para María en que se han realizado las
maravillas del Señor, pero bendiciones para el hijo de María, el ‘fruto de tu vientre’.
Alabanzas para María, es la madre del Señor, pero es la
mujer de fe grande. El Espíritu ha llenado también el corazón de Isabel para
descubrir esas maravillas del Señor, y es el que la inspira en sus
reconocimientos y alabanzas. ‘Dichosa tú
que has creido, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’. Todo al
mismo tiempo con un espíritu humilde reconociendo su indignidad y pequeñez ante
las maravillas del Señor. ‘¿Quién soy yo
para que me visite la madre de mi Señor?’, que exclamó Isabel ante la
llegada de María.
Hermosa y delicada escena la que hoy contemplamos en
esta visita de María a su prima Isabel. Cuánta alegría, cuánto amor, cuánta fe
y cuánta humildad. El amor había puesto alas en los pies de María para correr a
servir y ayudar. Así se manifiestan las grandezas del Reino de los cielos. Ya
se está allí realizando en la humildad de aquellas mujeres, en el espiritu de
servicio, en la apertura del corazón a las maravillas de Dios y en la alegría
que desborda para cantar las mejores alabanzas al Señor como escucharemos en
labios de María.
Cuánto podemos aprender; cuánto tenemos que aprender de
ambas mujeres en este final del camino del Adviento que estamos recorriendo ya
en la cercanía de la navidad. Fíjémonos cómo quien es capaz de reconocer las
maravillas del Señor ese reconocimiento le llevará siempre a la más profunda
humildad, porque pobres y pequeños nos sentiremos siempre ante el Señor.
Ya hemos reflexionado más de una vez que sólo por los
caminos de la humildad y sencillez podemos llegar a Dios, a conocerle y
reconocerle. Pero es que, en lo que podríamos llamar el camino de vuelta,
siempre terminaremos en caminos también de humildad y sencillez. Nos sentimos
amados cuando Dios así se nos manifiesta, pero reconoceremos inmediatamente
nuestra indignidad y pobreza. El verdadero encuentro con el Señor nunca nos
puede conducir por caminos de orgullo y de soberbia, sino todo lo contrario.
No caben orgullos ni grandezas humanas en quien haya
vivido una profunda experiencia de Dios. Lo estamos contemplando en Isabel que
cuando siente que Dios viene a ella con la presencia de María se reconoce
indigna. ‘¿Quién soy yo para que me
visite la madre de mi Señor?’. Pero lo vimos también en María que cuando
recibe la embajada angélica anunciándole la mayor de sus grandezas que es ser
la Madre de Dios, ella se siente pequeña y la última. ‘Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra’,
que la escuchamos en la Anunciación.
Lo podríamos contemplar en muchas páginas de la Biblia.
Por citar una, recordemos que cuando Isaías tiene aquella impresionante visión
de Dios se siente pecador, hombre labios impuros, ante la presencia de Dios. El
ángel del Señor vendrá a purificarle para que sienta que esa experiencia de
Dios, esa presencia de Dios ante quien se encuentra no es para muerte sino para
vida.
Hoy la liturgia nos está invitando a la alegría y a la
alabanza al Señor. ‘Aclamad justos al Señor, cantadle un cántico nuevo… dichosa
la nación cuyo Dios es el Señor…’, hemos dicho y meditado en el salmo
responsorial. Es lo que manifiesta también el cantar de los cantares en la
primera lectura en ese cántico de amor del esposo que busca a su esposa; y lo
que también manifestábamos en la oración de la liturgia. ‘Escucha, Señor, la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu
Hijo en carne mortal…’ decíamos, ‘que
un día podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el
reino eterno’.
Llenemos nuestro corazón de esa humildad, de esa fe, de
ese amor y de esa alegría que hoy vemos resplandecer en Isabel y en María.
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