No
seamos ciegos para no reconocer el poder de Dios en los signos y milagros que
Jesús realiza, o la sabiduría de su Palabra manifestada en sus enseñanzas y en
sus parábolas
Romanos 1, 1-7; Salmo 97; Lucas 11, 29-32
Cuando no tenemos confianza en la
persona, todo serán dudas, todo se convertirá a la larga en un rechazo, nos
pondremos en guardia ante lo que pueda hacer o lo que pueda decir la otra
persona y todo se transformará en rechazo.
La confianza no es simplemente que podamos permitirnos cosas que van más
allá del respeto, porque entonces nos sintamos en libertad para expresar
incluso lo que pueda ser ofensivo para la otra persona. La confianza partirá de
la credibilidad que le demos a lo que haga o lo que diga la otra persona, que
nos llevaría a una aceptación incluso sin limitaciones ni censuras.
Por la falta de esa confianza o
credibilidad pretenderemos que todo lo que nos puedan decir o presentar tiene
que venir acompañado de unas pruebas claras y palpables. Siempre andaremos
buscando esas pruebas, esas garantías, que parece que por otro lado no tenemos
o no se nos ofrecen. Pero esa credibilidad no solo nace de la persona que queremos aceptar, sino de las exigencias
que nosotros pongamos por nuestra parte, esas garantías que nosotros pedimos,
quizás por nuestros prejuicios o nuestras desconfianzas.
Al final parece que es el pez que se
come la cola, no sabiendo a ciencia cierta por donde comenzar a tener o
ganarnos esa confianza que exigimos. Pero ¿la daremos nosotros? ¿Mereceremos
esa confianza? ¿Nos habremos ganado esa confianza? ¿Qué motivos realmente
tenemos para pedir esas pruebas? ¿Será quizás ya como una costumbre en nosotros
de estar pidiendo pruebas sin querer ver las que realmente tenemos ante
nuestros ojos?
¿Será lo que estaba pasando con Jesús?
Le están pidiendo signos sin querer descubrir todas las señales que Jesús está
dejando a su paso para que en verdad creamos en El. Están por un lado estas
palabras de Jesús que son como una queja ante lo retorcido de las peticiones de
señales que le están haciendo continuamente. Les recuerdan quizás lo del
episodio de Jonás que consideraban como un gran signo de la antigüedad. Frente
a las palabras y enseñanzas de Jesús querrán quizás recordarle la proverbial
sabiduría de Salomón ante la que se rindió la reina de Sabá que era reconocida
por su gran sabiduría. En ese mundo de increencia que estaba surgiendo por
doquier – como sigue quizás sucediendo también en nuestro tiempo – recuerdan
como la gente de Nínive se convirtió a partir de la predicación de Jonás.
¿Jesús podría darles esa clase de
señales? ¿O eran ciegos para no reconocer el poder de Dios en los signos y
milagros que realizaba, o la sabiduría de su Palabra manifestada en sus
enseñanzas y en sus parábolas? ¿Sería a ellos los que en fin de cuesta les
costaba tanto convertirse ante el actuar de Jesus como aquellas le sucedía a
las gentes de Nínive?
Y Jesús viene a decirles que allí hay
alguien que es mucho más poderoso que Jonás o mucho más sabio que Salomón. Todo
estaba dependiente de la ceguera de sus mentes y de la cerrazón de su corazón.
Pero, ¿no nos estará sucediendo de forma parecida a nosotros hoy? No terminamos
de saborear la sabiduría del evangelio y nos vamos corriendo tras cualquiera
que nos traiga las cosas más exóticas. Muchos nos hablan hoy de esa meditación
trascendental que descubren en personajes que se nos presentan de forma exótica
y extraña, pero nos olvidamos de meditar, de interiorizar en el Evangelio y en
toda la Palabra de Dios.
Invitamos a la gente a un silencio
espiritual, a un retiro espiritual en el clima religioso de nuestras
celebraciones y de nuestra liturgia y nos dicen que se aburren, que eso no
sirve de nada, pero ¿no será que no quieren abrirse a lo trascendente, no será
que tienen miedo de que Dios llegue a sus vidas y hable a su corazón? Dejamos a
un lado toda nuestra espiritualidad cristiana fundamentada en el evangelio y
con la experiencia de tantos grandes santos que han ido marcando los surcos de
la historia, por irnos detrás de cualquier novedad que nos llega sin ningún
fundamento verdaderamente espiritual.
¿Qué sucede en nuestros corazones para
rechazar esa espiritualidad profunda que nos viene del Evangelio y donde de
verdad podremos llenarnos del Espíritu de Dios? ¿No será una falta de confianza
por nuestra parte la que nos está encerrando para no abrirnos al misterio de
Dios?
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