Aprendamos
a encontrar la paz y la serenidad del Espíritu en la espiritualidad del
evangelio porque donde está un cristiano siempre tiene que desbordarse la paz
Eclesiástico 15, 1-6; Salmo 88; Mateo 11,
25-30
Todos quizás habremos pasado en alguna
ocasión por la experiencia de estar con alguien cuya sola presencia nos infunde
una paz y una serenidad a nuestro espíritu que luego no quisiéramos cambiar por
nada; no nos dicen quizás grandes cosas, no quieren convertirse en maestros de
nuestras vida, pero realmente lo están siendo con sola su presencia y una
palabra que nos dicen nos hacen vibrar nuestro espíritu pero al mismo tiempo
sintiendo una paz que no somos capaces de describir. Es su serenidad, su mirada
directa y limpia, la atención que nos prestan, su capacidad de escucha, incluso
el silencio que se provoca a su alrededor que nos hace sentirnos como
transportados, como si estuviéramos en otra órbita o dimensión, donde no nos
sentiremos turbados por nada que suceda a nuestro alrededor por muy desagradable
que sea en si misma.
Tienen otra manera de afrontar la vida
y los problemas que los hace mantener esa serenidad de espíritu y de alguna
manera nos están impulsando a tener también nosotros esa paz y esa serenidad
ante la vida. Hay en ellos una espiritualidad que enamora y nos impulsa a
mirarnos nosotros mismos a nuestro interior, para aprender a saborear allá en
lo más recóndito de nosotros mismos también esa paz. Algo que se vuelve
contagioso, algo que nos hace sentir la inquietud por algo nuevo y distinto
porque nos hace descubrir una grandeza distinta de la vida y de lo que incluso
nosotros mismos somos.
Estoy hablando de experiencias humanas
que nosotros hayamos podido tener y sentir con alguien, pero al mismo tiempo
estoy queriendo pensar por qué nosotros, todos los que creemos en Jesús, no
hemos llegado a esa sabiduría de la vida que en el evangelio podemos encontrar.
Con Jesús siempre tendríamos que sentirnos así. Esa tiene que ser la más
profunda experiencia religiosa que hayamos de vivir; eso tendría que ser de lo
que hiciéramos gala y tendríamos que ser capaces de trasmitir a los demás.
¿Qué nos está diciendo en realidad el
evangelio que hoy se nos proclama? Que en Jesús podemos encontrar siempre esa
paz y ese descanso para nuestro espíritu. Nos invita Jesús a que vayamos a El
porque a pesar de que por los avatares y tareas de la vida pudiéramos sentirnos
agobiados, en El siempre vamos a encontrar esa paz para nuestro espíritu, con
El tendríamos una forma nueva y distinta de afrontar todo eso que nos parece
duro en tantas ocasiones de la vida.
Y Jesús nos habla de la mansedumbre de
su corazón del que tenemos que contagiarnos; nos habla de esa sencillez y
humildad con que hemos de afrontar la vida para darnos cuenta que en el pequeño
y en lo sencillo es donde encontraremos nuestra mayor grandeza. ‘Aprended de
mi que soy manso y humilde de corazón’ nos dice.
Son los orgullos y las violencias malos
compañeros de nuestro caminar, es esa ambición con la que parece que nos vamos
a comer el mundo lo que llenará de intranquilidad nuestro espíritu para
convertirlo todo en una guerra, son esas carreras ambiciones la que no nos
dejarán entrar en nosotros mismos para descubrir esas pequeñas cosas que serán
las que dan belleza y grandeza a nuestra vida. Es lo que finalmente nos hace
perder la paz y cuando no hay serenidad en nuestro espíritu todo se vuelve
tumultuoso y violento.
Quedándonos en lo pequeño, haciéndonos
nosotros pequeños e incluso con la ingenuidad de los niños, cómo aprenderemos a
llenarnos de Dios, a gustar esa nueva sabiduría que dará verdadero sabor a
nuestra vida. Es lo que nos hará crecer en una espiritualidad profunda que nos
hará sentir esa paz de Dios en nuestro corazón y de la que querremos contagiar
a cuantos estén a nuestro lado.
Estamos haciéndonos estas
consideraciones a partir de los textos que nos ofrece la liturgia en la fiesta
de este día en que celebramos a Santa Teresa de Jesús. Una mujer de un gran
recorrido en su vida que le fue haciendo comprender y vivir esa paz de Dios en
su profunda espiritual y en la mística que envolvió su vida. Pero mientras no
supo despojarse de si misma, su vida fue turbulenta; cuando se vació de si
misma pudo llenarse de Dios de manera que en ella contemplamos una de las
grandes místicas de la historia de la Iglesia. Fue el camino que luego
emprendió de la reforma del Carmelo para dejarnos esos recintos de paz que son
sus monasterios y que nos llevan a ese encuentro profundo con Dios.
No llegaremos a esa mística de san
Teresa de Jesús, pero sí podremos aprender a encontrar esa paz y serenidad de
nuestro espíritu cuando en verdad pongamos el descanso de nuestra vida en Dios,
cuando nos dejemos empapar por la espiritualidad del Evangelio, que es
llenarnos del Espíritu de Dios. Es también lo que estamos llamados a trasmitir
a los demás, porque allí donde esté un cristiano, un creyente en Jesús, tiene
siempre que desbordar la paz. Será difícil, pero es a lo que tenemos que
aspirar.
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