Tenemos
que abrir nuestro corazón al Espíritu del Señor y dejarnos inundar por El, para
sentir esa alegría honda que nunca nos va a abandonar
Hechos de los apóstoles 18, 1-8; Salmo 97;
Juan 16, 16-20
Cuando las cosas parece que marchan
bien, vemos perspectivas de futuro halagador, aunque seamos conscientes de que
las cosas no siempre son fáciles, que nos anuncien que aquello se puede venir
abajo, que habrán momentos oscuros en que podríamos pensar que todo puede
acabar en un fracaso, no nos agrada, de alguna manera nos sentimos
desconcertados, nos pueden entrar dudas que nos lleven al desaliento o podemos
hacernos oídos sordos de esos anuncios que no nos agradan. Parece como si nos
echaran un jarro de agua fría encima.
Algo asó les estaba sucediendo a los discípulos
de Jesús aquella noche de la cena pascual. Reciente habían tenido su entrada
triunfal en Jerusalén entre cánticos del pueblo que le aclamaba; venía a ser
como un colofón de lo que había sido en parte sus recorridos por Galilea donde
las multitudes se aglomeraban en torno a Jesús. La cena había estado llena de
emociones y sorpresas, Jesús había hablado de que había llegado la hora de su glorificación,
y ellos ya se estaban haciendo sus consideraciones sobre lo que significaría
esa glorificación.
¿Llegaba el momento en que Jesús iba a
ser reconocido por todos como el Mesías?
Ya sabemos lo bamboleantes que eran cuando no tenían las cosas claras, y
aunque Jesús anunciaba pasión y muerte, algunos seguían pensando en los
primeros puestos que podrían alcanzar en ese futuro reino de Israel. Los
triunfalismos nos acechan a todos en la vida. También nosotros somos soñadores
muchas veces, y siempre soñamos a favor de reconocimientos y, ¿por qué no?, honores.
Por eso cuando habla ahora Jesús de que
lo verán y dejarán de verlo, para volverse a encontrar de nuevo con El, no
entienden nada. La verdad que las palabras de Jesús están llenas de enigmas que
luego solo comprenderán en todo su sentido cuando se derrame sobre ellos el Espíritu
Santo prometido que se los enseñaría todo. Pero ahora están en el desconcierto.
Fácilmente aparece la tristeza en sus corazones.
‘Comprendió Jesús que querían
preguntarle y les dijo: ¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: Dentro de
poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver? En verdad, en
verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará
alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en
alegría…’
¿Serán situaciones difíciles también
por las que nosotros pasamos en que también nos llenamos de tristezas y de
angustias? No siempre es fácil el testimonio que tenemos que dar. El mundo que
nos rodea muchas veces se cierra al evangelio de Jesús. Parece como si todo el
mundo viniera ya de vuelta y vacunados contra todo. Algo nos falla a veces a
los cristianos para la claridad del mensaje que tenemos que transmitir y
nuestros antitestimonios muchas veces hacen mucho daño en nuestro entorno.
Quizás también nos hemos hecho una
religión llena de crespones negros y en la que falte la alegría verdadera; nuestras
posturas conservacionistas con las que pretendemos muchas veces simplemente
mantenernos en lo de siempre y sin abrirnos a la novedad que tiene que
significar el evangelio cada día en nuestra vida, no ayudan demasiado. Nos
contentamos con ir arrastrándonos conservando más o menos el tipo, pero nos
falta esa necesaria energía para anunciar con valentía lo que en verdad tiene
que ser el meollo del evangelio.
Quien se deja inundar por el Espíritu
de Jesús, quien se deja conducir por el Espíritu Santo ha de vivir en una
renovación constante, con alegría en el corazón a pesar de los latigazos que
nos pueda ir dando la vida, está en una constante revolución espiritual para
abrirnos en todo momento a caminos nuevos para poder transmitir toda la novedad
que significa siempre el evangelio.
Nos estamos acercando a la fiesta
primero de la Ascensión – hoy se cumplen los cuarenta días de la Pascua – y
posteriormente a Pentecostés. Tenemos que prepararnos de verdad, abrir nuestro
corazón al Espíritu del Señor y dejarnos inundar por El. Entonces sentiremos
esa alegría honda de la que nos habla Jesús que nunca nos va a abandonar.
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