Camino
de superación y de esfuerzo para vivir con autenticidad nuestra vida poniendo
rectitud en el corazón
Romanos 2,1-11; Sal 61; Lucas 11,42-46
Ojalá fuéramos con nosotros mismos al
menos la mitad de lo exigentes que somos con los demás. A nosotros mismos nos
lo perdonamos todo, o al menos siempre queremos encontrar siempre una disculpa
que nos justifique de lo que hacemos, pero qué duros nos volvemos en el juicio
que hacemos de los demás; no dejamos pasar ni la media.
Me vais a decir que me estoy pasando en
mis apreciaciones, pero si no, miremos lo que son nuestras críticas y
murmuraciones habituales que hacemos de los demás; siempre estamos con el
juicio pronto y la condena, pero cómo nos duele que nos critiquen los demás,
que alguien se atreva a decir algo de nosotros, porque además siempre nos creemos
que lo hacemos todo bien, y si en un momento determinado nos cogen en algo que
no hicimos de una forma tan correcta,
siempre tenemos a punto nuestras disculpas y nuestras justificaciones.
Cuando hoy escuchamos en el evangelio
la condena que Jesús hace de los fariseos y de los maestros de la ley porque
actúan con doble cara o doble moral, nos parece que eso a nosotros casi no nos
toca; pero tenemos que tener la humildad suficiente para darnos cuenta cómo
nosotros andamos también con esa doble moral tantas veces en nuestra vida, cómo
queremos aparentar unas cosas que realmente en lo más hondo de nosotros mismos
no hacemos, cómo hay esa doble cara – y eso se llama hipocresía -, por una
parte la apariencia que queremos dar, y realmente lo que en nuestro corazón ocultamos
quizás con tantas malicias y tantos malos deseos. Una es la regla que queremos
imponer a los demás y otras son las cosas que nos permitimos allá en lo secreto
de nuestro corazón olvidándonos también tantas veces de lo que es la verdadera
ley del Señor.
Vivir una vida de rectitud, manteniendo
nuestra fidelidad es algo que muchas veces nos cuesta porque nos sentimos
tentados por muchos lados; no es fácil, nos cuesta; esa corrupción que tanto está
afectando a nuestra sociedad en tantos aspectos es algo que sutilmente nos
tienta también; muchas veces podemos olvidar esos principios de rectitud, de
una auténtica ética y moralidad que tendrían que ser los que tendrían que
primar en nuestra vida y nos dejamos conquistar por ese irse deslizando por
aquello de que todos los hacen, que al final podemos terminar haciéndolo
nosotros también.
Es aquí donde tenemos que pensar el
testimonio claro y valiente que tenemos que dar frente al mundo que nos rodea los
que nos decimos que creemos en Jesús y le seguimos. Siempre hemos de estar en
camino de superación y de crecimiento, de vigilancia interior y de revisión
contínua de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos; como decíamos
antes, tenemos el peligro de contagiarnos fácilmente del ambiente corrupto que
nos rodea. Siempre hemos de vivir una vida en ascensión, aunque nos cueste,
aunque la pendiente de la vida nos lo ponga difícil, una vida de crecimiento.
Es la victoria de cada día para superar
nuestro yo egoísta, para no dejarnos envolver por la vanidad, para ser
auténticos en lo que hacemos y vivimos, para que haya una verdadera sinceridad
en nuestra vida, para que nos sintamos fuertes frente a los vendavales que nos
puedan azotar para distraernos y alejarnos del verdadero camino. No lo damos ya
por hecho y conseguido, sino que sabemos que a cada instante tenemos que
superarnos de nuevo porque nuevo puede ser el obstáculo que podamos encontrar.
Tenemos una cosa cierta, que nunca nos
faltará el Espíritu del Señor que nos llena de fortaleza y nos hace sentir la
verdadera alegría cristiana en nuestro corazón cuando logramos superar todas
esas tentaciones.
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