Como el hijo que se coge de la mano de su madre cuando rezamos el rosario nos dejamos llevar por Maria para rumiar todo el misterio de Cristo y su salvación
Zacarías 2,14-17; Sal. Lc 1, 46-55; Lucas 1, 26-38
Aquellas cosas hermosas y bellas que queremos recordar las guardamos
en el corazón porque muchas veces queremos traerlas de nuevo al recuerdo para
rumiarlas y saborearlas una y otra veas porque eso anima nuestra vida frente a
las oscuridades con que nos vamos encontrando. Pero también aquellos sucesos que
quizás nos hicieron sufrir, que nos hicieron pasar por momentos amargos, que
pudieron suponer un fracaso o una derrota también los guardamos no para
mantener resentimientos y amarguras, sino para saber sacar el provecho de una
enseñanza, de una lección para nuestra vida o para aprender como el amor pueden
vencer lo que nos pueda parecer una derrota.
Es la riqueza maravillosa que atesoramos en nuestro corazón que vale
mucho más que las riquezas materiales que se convierten para nosotros en
oropeles de fantasía pero que no dan ninguna riqueza a nuestro espíritu. Mucho tendríamos
que aprender a valorar y degustar toda esa riqueza espiritual que llevamos
dentro de nosotros desde lo que hemos vivido y experimentado.
El evangelio nos repite en varias ocasiones que ante aquellos
acontecimientos que se iban sucediendo en torno al nacimiento de Jesús y su
infancia Maria guardaba todas aquellas cosas en su corazón. Era el tesoro de su
amor y del amor de Dios que ella iba experimentando también en si misma. Guardaba
en su corazón y rumiaba una y otra vez porque así admiraba las maravillas que
el Señor iba realizando en ella y a través de ella para beneficio y salvación
de toda la humanidad.
He querido recordar esto, partiendo también de esa experiencia de
nuestra vida de cuantas cosas guardamos en el corazón en esta fiesta de la
Virgen del Rosario. Una fiesta muy hermosa de Maria que nos habla del valor de
la oración y del triunfo también que podemos obtener en nuestra vida con la oración
y con la intercesión de Maria. Una fiesta que nació desde aquella victoria de Lepanto
que el pueblo cristiano supo ver como un triunfo de Maria, por cuanto a ella le
habían pedido tan intensamente para verse liberados del poder otomano que
hubiera cambiado los rumbos de la historia de Europa.
Es el triunfo, podríamos decir, del Rosario, que daría nombre a esa
Advocación de María y que nos enseña una hermosa oración que con María podemos
realizar y de Maria podemos aprender.
Podríamos decir que rezar el rosario, ese desgranar de cincuenta
avemarías de saludo y oración a Maria, es repetir lo que el evangelio nos dice
que ella misma hizo. Guardaba todas aquellas cosas en su corazón rumiándolas
una y otra vez. Eso es lo que hacemos al rezar el rosario; esos ‘misterios’ son
algo más que un título a cada decena del rosario.
Es un ir rumiando en nuestro corazón al unísono con Maria ese misterio
de Cristo; es una invitación a que mientras desgranamos esos piropos a Maria
que es la oración del Avemaría vayamos meditando ese misterio de Cristo,
vayamos rumiando en nuestro interior reviviendo incluso con nuestra imaginación
ese momento de la vida de Cristo que recordamos; es un ir rumiando al unísono,
repito, con Maria todo ese misterio de nuestra salvación; es un ir empapándonos
de evangelio, que es empaparnos de gracia, que es empaparnos de Dios. Es la
forma verdadera del rezo del rosario.
Ahí vamos poniendo nuestra vida, con lo mejor de nosotros, con las
lecciones aprendidas desde todo lo que nos ha sucedido, pero lo hacemos en un
verdadero espíritu de fe dejándonos inundar del misterio de Cristo; y de mano
de quien mejor lo podemos hacer que de manos de María, la que estaba empapada
de Dios, la llena de gracia, pero la que quería cada día más llenarse de Dios
rumiando también cuanto lo había sucedido en orden al misterio de nuestra salvación.
Es una manera de leer, y hacerlo de una manera viva, el evangelio para
así llenarnos del mensaje de Jesús, para así empaparnos de sus valores y poder
resplandecer con todas las virtudes que han de brillar en la vida de un
cristiano. Y lo hacemos de mano de Maria, dejándonos llevar como el hijo que se
coge de la mano de su madre y por ella se deja conducir.
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