El culto agradable al Señor tiene que arrancar desde lo más hondo de nuestro corazón con la fuerza del Espíritu
Génesis
1,20–2,4ª; Sal
8,4-5.6-7.8-9; Marcos
7,1-13
‘Bien profetizó Isaías
de vosotros, hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío,
porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos’. Son duras las palabras de Jesús,
recordando lo dicho por el profeta Isaías; a continuación les señala cosas muy
concretas de lo que se habían convertido en normas y leyes en el pueblo de
Israel.
Pero no nos contentemos con comentar lo que sucedía en
tiempos de Jesús y que Jesús denuncia, sino que eso tenemos que escucharlo hoy,
en nuestra vida. ¿Cuál es el culto verdadero que nosotros le ofrecemos al
Señor? Podríamos decir que con la sagrada liturgia que celebramos estamos
ofreciendo el sacrificio más agradable al Señor, porque cada vez que celebramos
una acción litúrgica estamos ofreciendo el sacrificio de Cristo. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
resurrección, Ven, Señor Jesús’ decimos, es cierto, cada vez que celebramos
la Eucaristía, memorial de la pascua del Señor, de su muerte y resurrección.
Pero ¿dónde tenemos puesto nuestro corazón? ¿Qué
profundidad le damos a cada una de nuestras celebraciones sagradas? Lo que
decimos con nuestros labios o realizamos con nuestros gestos y ritos ¿lo
estamos en verdad viviendo en lo más hondo de nosotros mismos? ¿Podría
sucedernos en algún momento que se está cumpliendo en nosotros lo denunciado
por Jesús que le honramos con los labios pero el corazón lo tenemos lejos de
El?
Y no es solo que en algún momento nuestra atención se
distraiga por cualquier motivo mientras estamos en la celebración, porque no
siempre nos concentramos debidamente y surgen las distracciones. Sería lo menos
importante, esas distracciones pasajeras, contra las que, es cierto, también
tenemos que luchar.
Lo peligroso y que sería una tremenda tentación es que
nos contentemos con realizar bien nuestros ritos, pero nuestra vida vaya por
otros derroteros. Si estamos celebrando los misterios de nuestra salvación, es
porque esa salvación estamos queriendo vivirla. Si celebramos el misterio de
Cristo, es porque en verdad estamos queriendo hacer que Cristo sea el centro de
nuestra vida. Si decimos que estamos escuchando la Palabra de Dios, es porque
queremos plantar de verdad esa Palabra de Dios en nuestra vida y estamos esforzándonos
con la gracia del Señor a dar fruto.
Nos expresamos a través de signos y de ritos pero que
tienen que tener hondo significado en nuestra vida; por una parte que
comprendamos bien el significado de nuestros ritos conociéndolos bien; por
supuesto, tenemos que ser fieles porque con ellos estamos queriendo expresar y
vivir algo grande y misterioso como es la salvación que Dios nos ofrece en su
amor. Pero no nos quedemos en ritualismo, sino que pongamos corazón, pongamos
vida en aquello que hacemos.
Porque el culto agradable al Señor tiene que arrancar
desde lo más hondo de nuestro corazón, desde lo más hondo de nuestra vida. Pero
no somos nosotros los que por nosotros mismos hacemos ese culto agradable a
Dios, sino en la medida en que lo vivimos unidos a Cristo, porque es con Cristo, por Cristo y en Cristo donde
y cómo podemos dar la mejor gloria a Dios, nuestro Padre del cielo. Que esas
palabras de la doxología, al final de la plegaria eucarística, las vivamos
siempre en su más hondo sentido, dejándonos conducir por el Espíritu Santo que
clama desde lo más hondo de nosotros y llena nuestro corazón.
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