Is. 7, 10-14;
Sal. 23;
Lc. 1, 26-38
Para lo inmenso e impresionante que se estaba realizando, el escenario y las circunstancias donde y cómo se desarrollaba era insólitamente sencillo y humilde. En el salmo hemos diccho ‘viene el Señor, es el Rey de la gloria’. Podríamos pensar y si es el Rey, ¿dónde lo podemos encontrar? Pero no lo vamos a encontrar en palacios.
Un pueblo pequeño e insignificante que podía llegar a ser el chascarrillo de los vecinos de otros pueblos, porque qué podía salir importante de semejante aldea como dirían los convencinos de Caná, cercana a Nazaret.
Una humilde casita que era poco más que una oquedad en la roca arreglada con alguna pequeña habitación que servía para todo; cuando uno se acerca hoy a la inmensa basílica de la Anunciación en Nazaret queda impresionado porque allá como en el subsuelo de tan impresonante edificación una semiderruidas paredes delante de una pequeña cueva en la roca nos señalan lo que era la casita de María de Nazaret y se siente uno deslumbrado por el misterio grande que allí se realizó, la Encarnación del Hijo de Dios en las puras entrañas de aquella humilde y sencilla doncella de Nazaret. Confieso que la visita a Nazaret y la casa de María ha sido una de las experiencias más hermosas de mi vida y que recordaré siempre.
Es lo que trata de describirnos el evangelio hoy. Una humilde doncella desposada con un pobre carpintero o artesano ante la que llega la embajada angélica para comunicarle los misteriosos y admirables designios divinos de querer hacerse hombre y encarnarse en las entrañas de María. No termina uno de comprender tal maravilla, tal milagro y tal locura de amor. Es como para quedarse extasiado ante la escena para no hacer otra cosa que cantar la alabanza del Señor para siempre.
Cuando nos estamos acercando a la Navidad es bueno que nos detengamos en silencio ante tal misterio y locura de amor. Tanto amó Dios al mundo, tanto nos ama Dios que ha querido hacerse hombre, ha querido hacerse Emmanuel para ser para siempre Dios con nosotros, y ha querido hacerse Jesús porque será para siempre también nuestro Salvador.
Nos viene bien recordarlo, meditarlo una y otra vez, rumiarlo allá desde lo más hondo de nosotros mismos para que lo tengamos tan presente que nada ni nadie nos lo haga olvidar; que nada pueda impedir que celebremos con gozo, pero desde lo más hondo de nuestra vida la Navidad que es Dios que está con nosotros porque por nosotros y por nuestra salvación se ha hecho hombre para ser nuestra redentor y salvador.
Creo que tal amor no lo podemos olvidar de ninguna manera y tal amor hemos de sentirle presente y en nosotros cada día de nuestra vida. Miramos y contemplamos ese misterio de Dios. Nos acercamos temblorosos quizá por tanto misterio y tanta grandeza porque no podemos olvidar lo grande que es Dios, pero al mismo tiempo con la confianza del amor porque de tal manera nos sentimos amados que en ese amor nos sentimos grandes nosotros que somos pequeños, nos sentimos hijos los que vamos a ser rescatados del pecado, nos sentimos impulsados a la santidad los que vamos a ser purificados de nuestro pecado por la sangre redentora de su Cruz.
Pero de nuevo miramos a María, la que se siente la última, la esclava, la pequeña pero que reconoce las cosas grandes que Dios hace en ella. Miramos a María y contemplamos su disponibilidad y su amor, la apertura de su corazón a Dios, y la alabanza y la acción de gracias a Dios con la que le canta desde un corazón agradecido y engrandecido porque reconoce que el Poderoso ha hecho obras grandes en ella.
Aprendamos de María, copiemos a María en nuestra vida reflejando sus virtudes y sus actitudes profundas, queriendo cada día parecernos más a ella por cuando se nos ha dejado como madre, y los hijos siempre imitan a la madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario