Deut. 4, 32-40
Sal. 76
Mt. 16, 24-28
Sal. 76
Mt. 16, 24-28
Dentro de la lectura continuada que venimos haciendo hoy hemos comenzado a leer el Deuteronomio, el quinto libro del Pentateuco. Este libro es algo así como si fueran unas reflexiones, en la forma de discursos, que Moisés le hace al pueblo para ayudarles a mantenerse fieles al Señor ahora que se van a establecer ya en la tierra prometida y no olviden las acciones del Señor.
‘Recuerdo las proezas del Señor’, decimos con el salmo, ‘sus antiguos portentos, medito todas sus obras y considero sus hazañas’. Les invita a ser fieles. ‘Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios…’ Algo a lo que quiere prevenirlos Moisés porque atraviesan pueblos y van a vivir en medio de ellos que son idólatras, para evitar que se dejen arrastrar por esos pueblos. Y les invita: ‘guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos…’
Son hermosas las consideraciones que se hace. ‘¿Hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como ésta? ¿se oyó cosa semejante? ¿hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego…?’ Les recuerda cuánto ha hecho el Señor por ellos, que les sacó de Egipto, les hizo atravesar el mar Rojo, y ahora los conduce por el desierto en medio de prodigios maravillosos hasta la tierra prometida.
No es el Dios lejano que se contempla allá en los cielos en medio de la majestad de su gloria. Aunque se manifiesta en la grandiosidad de las tormentas en el Sinaí, sin embargo es el Dios que se acerca al hombre, que interviene y se hace presente en la historia del hombre y del pueblo, de su pueblo. La fe de Israel en Yavé es la fe en el Dios que interviene en su historia. Por eso Moisés les dice que no hay pueblo que tenga un Dios como el que ellos tienen y les invita a la fidelidad.
Pero pensemos en nosotros. Miremos nuestra fe en el Señor. Porque si Moisés puede decir todo eso de Dios, cuánto podemos decir nosotros que nos sentimos tan amados de Dios que nos ha enviado a su propio Hijo para nuestra salvación.
Cuánto podemos decir nosotros creemos en un Dios que se hace Emmanuel, Dios con nosotros, y también interviene en nuestra historia, se hace presente en nuestra vida, podemos sentirlo allá en lo más hondo de nuestro corazón.
Cuánto nos ama Dios que en su Hijo Jesús muere por nosotros, da su vida por nosotros como la más grande prueba de amor, derrama su sangre para darnos el perdón de nuestros pecados y llenarnos de nueva vida.
Igualmente nosotros nos sentimos invitados a mantener nuestra fidelidad al amor de Dios cumpliendo sus mandamientos, siguiendo su camino de amor. Así tenemos que hace que sea el centro de nuestra vida, nuestro sentido y nuestra esperanza.
La frase que hemos escuchado hoy en el evangelio en este mismo sentido tendría que hacernos pensar. ‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?’ Un interrogante que nos plantea Jesús que ha hecho cambiar muchas vidas, que ha sido el inicio de una vida de santos para tantos. Podemos tener riquezas, poderes, grandezas humanas, incluso, salud que es lo que tanto pedimos al Señor, pero si al final se malogra nuestra vida, no alcanzamos la salvación eterna, ¿de qué nos ha servido?
Que ninguna de esas cosas me lleven a la condenación. Que todo me sirva para alcanzar la salvación eterna. Que si tengo que dejarlo todo por alcanzar la salvación sea capaz de hacerlo porque así me sienta amado por el Señor que lo único que me importe es vivir en su amor, vivir su vida. Recordemos las maravillas que hace el Señor, sus proezas, sus hazañas y eso me impulse cada vez más a la fidelidad y al amor.
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