La Ascensión del Señor nos eleva pero al mismo pone en
nuestras manos el testigo para ir a los confines del mundo al que tenemos que
ayudar a elevarse también
Hechos 1, 1-11; Sal 46; Efesios 1, 17-23;
Mateo 28, 16-20
Hoy es un día en la
liturgia de la Iglesia de una especial solemnidad; estamos culminando el tiempo
pascual y cuarenta días después de la resurrección del Señor – lo hubiéramos
celebrado el jueves pasado – celebramos la Ascensión del Señor al cielo. ‘Subió
a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre’, como confesamos en
el Credo y como nos lo relata el evangelio. Muchos signos de alegría y de
fiesta, de solemnidad y de momentos culminantes han acompañado los signos de la
liturgia desde la piedad de los fieles en esta fiesta a través de los tiempos.
No mermamos ni mucho menos esos aires de
triunfo y de gloria que tiene la celebración de la Ascensión del Señor pero
vamos a tratar de centrarnos bien en el sentido de esta fiesta y lo que su
celebración tiene que ayudarnos en nuestra vida concreta y en las
circunstancias también que vivimos. Este año la celebración de la pascua para
los cristianos ha tenido un aire y un sentido distinto. Las circunstancias
sociales vividas nos hacen notar una ausencia pero al mismo tiempo una
presencia y un sentido muy especial de pascua.
Es cierto que el
esplendor de las celebraciones nos ayuda y nos enardece espiritualmente
hablando para confesar nuestra fe en medio de la alegría de nuestras
celebraciones y en el encuentro festivo de los hermanos, en el encuentro
festivo que vive la Iglesia. Pero también pudiera sucedernos que nos
acostumbramos a esas celebraciones que un año y otro por así decirlo repetimos
y hasta puedan hacernos perder esa intensidad espiritual que tenemos que vivir
en lo más hondo de nosotros mismos y nos podamos quedar mucho en lo externo. Ha
habido, es cierto, una ausencia pero que si no hemos perdido el sentido de la
pascua nos ha hecho descubrir una presencia muy especial del paso del Señor por
nuestra vida.
Ese paso de Dios, esa pascua
de Jesús en su pasión y muerte la fuimos descubriendo en los hermanos que sufrían
a nuestro lado y en nosotros mismos que vivíamos, hemos vivido, con gran
inquietud estos momentos difíciles. Momentos difíciles fueron la pascua de Jesús
que fue su pasión y su muerte, pero que fue también toda la desorientación y en
cierto modo abandono de sus discípulos incluso los más cercanos que en
Getsemaní a la hora del prendimiento abandonaron y huyeron, o hasta en Pedro
que lo negó ante los criados del sumo pontífice. Traslademos todo eso a lo que
hemos vivido y seguramente hemos llegado a ver ese paso del Señor que nos
invitaba a algo nuevo y distinto.
Ese hambre de Dios que
acaso hayamos vivido en la ausencia de las celebraciones bien nos pueden
recordar la sed de Jesús colgado del madero en el Gólgota como todo su camino
de sufrimiento y de pasión hasta llegar a morir en la cruz con aquel grito del ‘Dios
mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?’ pero que terminaría en el ‘Padre,
en tus manos pongo mi espíritu’. ¿Lo habremos llegado a vivir nosotros así?
¿Habremos descubierto esa pascua, ese paso del Señor así por mi vida o por la
vida de todos los que sufren en estas especiales circunstancias a nuestro lado?
Una ausencia habíamos
dicho, pero también una nueva presencia, una nueva forma, que nos es tan nueva
porque así nos la enseñó Jesús en el mismo evangelio, de sentir ese paso del
Señor, de vivir esa presencia del Señor en lo que ha sido y es nuestra vida
concreta. ¿Habremos descubierto muchos signos positivos que también se han dado
cuando se ha despertado la solidaridad de tantos? ¿Habremos descubierto la
llamada que nos está haciendo el Señor para que vayamos al encuentro de los
hermanos que es encontrarnos con El?
La Ascensión aunque
nosotros lo veamos como ese momento de triunfo y de glorificación, que
ciertamente lo es, sin embargo para los discípulos significó encontrarse con
una nueva ausencia. ‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’ era la
pregunta que les hacían a los discípulos que se habían quedado extasiados viéndolo
irse en su subida al cielo. Pero ya Jesús
les había dicho que no se alejaran de Jerusalén hasta que recibieran el Espíritu
Santo que desde el Padre les enviaría.
Convenía que El se
fuera, les había dicho en la cena pascual, para que viniera a ellos el Espíritu
Santo. En su despedida como nos narra san Mateo les había dicho ‘yo estaré
con vosotros hasta la consumación de los tiempos’, y claro que podían
pensar ¿cómo iba a estar con ellos si ahora le veían subir al cielo? También le
habían preguntado si ya había llegado la hora de la restauración de la
soberanía de Israel, a lo que Jesús no les había dado respuesta. No era la
hora, no, pero ellos recibirían fuerza de lo alto para ser sus testigos hasta
los confines del mundo.
Y aquí estaba la misión
que les confiaba con la fuerza del Espíritu Santo. Aquí está la misión que a
nosotros nos confía. Tenemos que ir, sí, hasta los confines del mundo, para ser
sus testigos. ¿Y donde están esos confines del mundo? No se trata, pues, de irnos
a países lejanos – aunque algunos recibirán esa misión concreta – sino a ir a
esos confines de esos hermanos nuestros que están cerca de nosotros también con
su inquietud, con su desorientación, con sus angustias e incertidumbres ante lo
que ha de suceder, con sus preocupación ante este estado de cosas que se hace
nuevo en todo lo que nos sucede, con sus deseos también de hacer que el mundo
sea distinto, que sea un mundo nuevo.
Ahí están los confines
del mundo donde nosotros tenemos que hacernos presentes como testigos, como
testigos de Cristo resucitado al que hoy contemplamos subir con gloria al
cielo. Siempre hemos dicho que la ascensión del Señor a nosotros nos eleva para
llevarnos con El, pues en la Ascensión del Señor nosotros tenemos que ayudar a
ese mundo que nos rodea a que se eleve también, para que busque nuevos valores,
para que descubra también esos valores del espíritu que muchas veces tenemos
olvidados, para que vamos buscando lo que verdaderamente es esencia para la
vida y no sigamos quedándonos en cosas superfluas y que nada nos dan con
consistencia.
Es la Ascensión del
Señor que hemos de saber vivir de un modo nuevo. Es la Ascensión del Señor que
nos prepara para que seamos en verdad testigos ante el mundo de ese mundo nuevo
que con Jesús se vino a constituir. Celebrémoslo con sentido, vivámoslo con
hondura.
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