Merezcamos compartir la vida eterna y cantar eternamente la alabanza del Señor
Apoc. 4, 1-11; Sal. 150; Lc. 19, 11-28
‘Digno eres, Señor y
Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, por haber creado el
universo: por tu voluntad fue creado y existe’.
El texto del Apocalipsis que hoy se nos ha proclamado
nos invita a la contemplación de la gloria de Dios. No es para comentar y sacar
muchas conclusiones, sino para contemplar. Es como una liturgia celestial en el
que contemplamos a toda la creación cantando la gloria del Señor. Distintos
momentos así contemplamos a lo largo del Apocalipsis. Para un pueblo que vive
en la tribulación el contemplar la gloria del Señor les llena de esperanza y
levanta su espíritu.
La persecución que sufrían los cristianos por parte del
imperio romano en aquel momento era porque no querían reconocer al emperador
como a un dios al que habia que adorar. También nosotros sufrimos la tentación
de adorar a quienes no pueden ser dios de nuestra vida, porque más bien nos los
creamos nosotros. Sólo el Señor, Dios nuestro, merece nuestra adoración, es a
quien hemos de adorar. En esta liturgia celestial contemplamos al Señor del
universo. ‘Digno eres, Señor y Dios
nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, por haber creado el
universo’. Es el Señor soberano de todo y de todos a quien hemos de adorar.
Las imágenes de esta visión de Juan con que se presenta
esa liturgia celestial pretenden resaltarnos la grandiosidad de la gloria del
Señor. Por eso nos habla de ese trono lleno de resplandores, rodeado de los
ancianos en medio del resplandor de los relámpagos y el retumbar de truenos.
Una manera de hablar para expresarnos esa grandiosidad. Y ese cántico celestial
ya escuchado en las visiones de los profetas y que nosotros repetimos en la
liturgia terrena.
También nosotros queremos unir nuestras voces a los
coros de los ángeles y arcángeles, a todos los coros celestiales, a los santos
que ya participan de la gloria del cielo para cantar de la misma manera. El
mundo entero desborda de alegría en medio del gozo pascual que alienta
continuamente nuestra vida. Y proclamamos una y otra vez la alabanza y la
gloria del Señor. ‘Santo, Santo, Santo es
el Señor soberano de todo: el que es y era y viene… los cielos y la tierra
están llenos de tu gloria’.
Lo expresamos hoy también cuando en el salmo
responsorial hemos repetido ese cántico del cielo alabando al Señor ‘por sus obras magníficas, por su inmensa
grandeza, tocando trompetas, y arpas, y cítaras, con tambores y danzas, con
trompetas y flautas, con platillos sonores y con platillos vibrantes, porque
todo ser que alienta que alabe al Señor’.
Es el cántico de toda la creación; es el cántico de
toda nuestra vida. Todo sea siempre para la gloria del Señor. Y lo hacemos con
gozo y alegría, y lo hacemos con amor. Y, aún en medio de nuestras luchas y
tribulaciones, queremos cantar la gloria del Señor, porque estamos llenos de
esperanza.
Ahora nosotros en la tierra celebramos nuestra liturgia
de alabanza y de acción de gracias cuando celebramos el memorial de la muerte y
de la resurrección del Señor, que es celebrar nuestra salvación. Queremos dar
gracias al Señor, como decimos en la segunda plegaria eucarística ‘porque nos haces dignos de estar en tu
presencia celebrando esta liturgia’, en la espera de un día poder
participar en esa liturgia del cielo, porque ‘merezcamos, en virtud de los méritos de Cristo, compartir la vida
eterna y cantar eternamente la alabanza del Señor’.
Decíamos al principio que no queremos sacar
conclusiones sino contemplar. Contemplamos esa liturgia del cielo llenos de
gozo y de esperanza y queremos seguir viviendo nuestra liturgia de aquí en la
tierra unidos al misterio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que por nosotros
se ha entregado, se ofrecido en el altar de la Cruz. Que todo sea en nuestra
vida siempre para la gloria de Dios.
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