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lunes, 22 de enero de 2018

Una mirada turbia se convierte en destructiva de todo lo bueno que hay a nuestro alrededor corroyendo el bien y la bondad de los demás cuando sembramos desconfianza


Una mirada turbia se convierte en destructiva de todo lo bueno que hay a nuestro alrededor corroyendo el bien y la bondad de los demás cuando sembramos desconfianza

2Samuel 5,1-7.10; Sal 88; Marcos 3,22-30

Tenemos tristemente que reconocer que hay gente que por donde quiera que vaya es generadora de desconfianza y sembradora de discordias.  Nunca miran con ojos limpios, siempre quieren ver detrás de lo bueno que ve todo el mundo alguna malévola intención, porque quizá sus ojos son malévolos y su corazón es retorcido en la maldad. No solo lo piensan o lo sienten por dentro sino que sabrán tener la palabrita oportuna que genere esa desconfianza en los demás para hacer que todos duden, para quitar prestigio a quien hace el bien, para hacer prevalecer lo que llevan en sus mentes retorcidas.
Es una triste realidad. Siembra desconfianza y hará corroer los cimientos del buen pensamiento que los demás puedan tener y destruirán amistades, romperán la armonía de los hogares, Irán descomponiendo ese mundo bueno que con buena voluntad y hasta con sacrificio queremos otros construir. Y una vez que con nuestras palabras corrosivas hayamos maleado la visión de los demás que difícil será recomponer la buena fama de aquellos que hemos querido desprestigiar.
Cuánto cuidado hemos de tener con esas cosas. Cómo hemos de cuidar nuestras palabras para que en referencia a los demás nunca creen desconfianzas. Qué colirio de pureza hemos de poner en nuestros ojos para que siempre tengamos una mirada clara y limpia y así podamos apreciar lo bueno de los demás.
Cómo tenemos que desterrar de nosotros esas envidias que nos hacen mirar torcidamente a los otros para solo ver malas intenciones en lo bueno que hacen y cómo hemos de curarnos de esa lepra de nuestros orgullos, amor propio o ambiciones que tanto daño nos hacen desde lo hondo de nosotros mismos. Somos como esa fruta maleada que aparentemente puede parecer de agradable presencia, bonito color y aromático olor, pero que en su interior ya lleva la podredumbre con la que contagiará las buenas frutas que pueda haber a su lado.
Me vengo haciendo esta reflexión tratando de leer en nuestra vida lo que hoy nos narra el evangelio. Habían bajado de Jerusalén unos escribas que comenzaron a hablar más de Jesús y de los signos que realizaba. Venían a desprestigiar y a crear desconfianza en Jesús para que las gentes no le siguieran. Lo mejor era atribuir todos aquellos signos que Jesús realizaba al poder del maligno. Reino dividido, como les echará en cara Jesús. Es lo que tratan de hacer.
Era toda una blasfemia contra la gloria de Dios, un horrible pecado. Y cuando no queremos reconocer por un lado nuestro mal, pero tal mismo tampoco queremos reconocer el poder y la fuerza de la gracia del Señor no podremos hacernos beneficiarios de la salvación que Jesús nos ofrece. Por eso les dice Jesús que su pecado no tiene perdón. El Señor sí quiere perdonarnos, somos nosotros los que con nuestra cerrazón los que no queremos recibir ese perdón de Dios.
Aprendamos la lección. No vayamos por la vida sembrando desconfianzas, con mirada turbia para solo ver el mal. Que cambien nuestras actitudes hacia los demás, que se abra nuestro corazón a la gracia de Dios.

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