Podremos llegar a conocer el misterio de Dios, cuando miremos el corazón de los humildes y sencillos, cuando lo descubramos en el rostro de Jesús
Isaías 10, 5-7. 13-16; Salmo 93; Mateo 11, 25-27
Hay ocasiones en que estamos realizando una tarea con gran ilusión y entusiasmo, parece que las cosas van marchando bien, pero de pronto parece que todo se tuerce, los frutos no son los que apetecemos, las cosas parecen que van abocadas al fracaso; nos derrumbamos con facilidad, no sabemos cómo reaccionar, nos dan ganas de tirar la toalla, como suele decirse, y dejar que todo vaya al garete; así puede ser el aburrimiento y depresión en la que caigamos.
Pero también podemos tener otra reacción para no verlo todo perdido; ver que a pesar de todo van surgiendo buenos brotes que en principio nos pueden parecer pequeños e insignificantes pero que al final nos llenan de esperanza de que no está todo perdido. Esos pequeños brotes nos hacen soñar en buenas cosechas en el futuro y por eso no perdemos el ánimo ni la esperanza; sabemos leer los acontecimientos para sacar las mejores lecciones y de lo que nos parecía que todo iba a ser muerte, vemos cómo renace la vida.
En ese sentido quiere hablarnos hoy el evangelio. Siempre hemos de saber encuadrar los textos que se nos ofrecen con los hechos que antes o después se nos narran en el entorno de dicho texto. Es lo que nos hará comprender en todo su sentido el texto que hoy se nos ofrece.
Recordamos que en su propio pueblo de Nazaret en el fondo no fue bien recibido, pues si bien al principio se mostraban orgullosos con aquel predicador o profeta que se había criado entre ellos, al final nos dirá el evangelista que Jesus no pudo realizar allí ningún milagro por su falta de fe. Y el texto que hemos leídos en días anteriores nos hablaba del desánimo de Jesús, en cierto modo, por la poca respuesta que daban a su mensaje en ciudades donde también había predicado y realizado signos como era en Corozaín y en Betsaida e incluso el propio Cafarnaúm.
No todos quieren acoger el mensaje de Jesús; los entendidos vendrán por allá con muchas pegas y desconfianzas y mucho le darán la espalda a las enseñanzas de Jesus. Andaban al acecho, nos dirá en otro momento el evangelista. Y sabemos cómo le hacían preguntas y más preguntas no porque tuvieran siempre deseos de aprender sino más bien porque querían cogerle con sus propias palabras.
Pero hoy escuchamos en el evangelio un alivio en el corazón de Cristo. Y lo hace en medio de una oración. Da gracias al Padre, porque los pequeños y los pobres, los que podrían aparentar que tienen más encallecido el corazón a causa de sus sufrimientos, son sin embargo los que abren el corazón a Dios.
‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y .entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien’. Es la oración de la confianza que ha puesto Jesús en Dios, su Padre. Los sabios y entendidos no entenderán nada, tendrán cerrado el corazón, pero son los pequeños, los sencillos, los que son humildes de corazón los que escuchan la revelación de Dios, en los que Dios va derramando su corazón, pero va llenándolos de la sabiduría de Dios.
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