No
tenemos que preocuparnos tanto de decir cosas bonitas de Jesús, sino de forma
congruente dar testimonio de Jesús con las obras de nuestra vida
Génesis 9,1-13; Sal 101; Marcos 8,27-33
Hay ocasiones
en que nos parece tener las cosas claras, pero en la realidad no las tenemos
tanto; nos parece que las cosas son de una determinada manera, pero quizás no
es esa la realidad, es la interpretación que nos hemos hecho que difiere mucho
de lo que realmente son. Llegamos a hacer afirmaciones rotundas sobre cosas que
pensamos o que queremos hacer, pero llega un momento determinado que las cosas
son distintas, que no es aquello que nosotros habíamos imaginado y que no es
realmente lo que nosotros estamos viviendo. Son incongruencias, decimos, o
falta de una reflexión para llegar a tener un conocimiento no subjetivo y una maduración
que necesitamos también en nuestra propia vida.
Los discípulos
llevaban ya un tiempo con Jesús; le acompañaban a todas partes e incluso en los
recorridos que Jesús hacia ya por distintos lugares, escuchaban lo que Jesús
enseñaba a la gente, pero a él le escuchaban de manera más intima y particular
en lo que podríamos llamar conversaciones en casa o cuando iban de camino que a
ellos Jesús particularmente les enseñaba.
Poco a poco
iban teniendo un conocimiento más profundo de Jesús, que ya no podían ser solo
aquellas aclamaciones de fervor de las gentes cuando hacía alguno de los
milagros. De ahí vienen esas preguntas que de forma directa Jesús les hace.
¿Qué pensáis de lo que dice la gente? Y vosotros mismos qué es lo que pensáis.
Unas preguntas comprometidas. Unas preguntas en las que tienen que dar unas
respuestas que vayan ya comprometiendo su vida con la causa de Jesús.
Responder
sobre lo que decía la gente podía ser fácil. Era recoger lo que ellos oían que
la gente decía, que si un profeta, que si era grande como los grandes profetas
antiguos, que si era como Juan Bautista, respuestas surgidas del fervor y
entusiasmo ante los milagros de Jesús pero también ante las palabras de Jesús.
Más comprometida era la respuesta que les afectaba a ellos, lo que ellos
pensaban. Quiero imaginar la escena viendo cómo se contemplan unos a otros a
ver quien es el primero que sale a responder, como los niños de la escuela
cuando el maestro hace una pregunta difícil.
Pero allí
está Pedro con su entusiasmo, con su fe y con su amor por Jesús, con todo el
ardor y pasión de su corazón, con esos impulsos del amor. Ya no era responder
que era un gran profeta. Pedro estaba convencido de que era el Mesías de Dios
que había de venir, que era el Hijo de Dios.
Jesús alaba
la respuesta de Pedro. Otros evangelistas ante este hecho se extenderán un poco
más y hablarán de la revelación del Padre en el corazón de Pedro para llegar a
decir cosa tan importante. Marcos simplemente les dice que no lo cuenten a
nadie. ¿Por qué nos podríamos preguntar si era necesario que la gente tuviera
conciencia de que llegaba en verdad el Mesías? ¿Sería quizá porque ellos mismos
tendrían que asimilar esa afirmación para que no entraran en las confusiones en
que podía entrar la gente?
Realmente era
algo así, porque Jesús comienza a instruirlos. Y les habla de lo que el Hijo
del hombre tiene que padecer, porque va a ser rechazado, porque va a ser
entregado en manos de los gentiles, porque lo llevaran a la muerte. Pero Jesús
quiere dejarles palabras de esperanza que ellos no terminaran de entender, como
no entendían eso de que iba a ser rechazado y entregado en manos de los
gentiles. Les habla de resurrección, pero es algo que en la confusión de su mente
ellos casi no escuchan.
Y será Pedro,
el de la confesión entusiasta de que es el Hijo de Dios y el Mesías, el que
trata de convencer a Jesús de que eso no le puede suceder. Escuchaba lo que le
convenía, lo que podía ser agradable, pero la realidad que Jesús les estaba
presentando no les cabía en su cabeza. Sus palabras de confesión iban por una
parte, pero el escuchar a Jesús en todo lo que les quería decir sobre el
sentido de su ser Mesías, eso no entraba en la onda de sus vidas. Y ahora es
Jesús el que lo rechaza, ‘apartate, ponte detrás de mi para seguirme de
verdad, solo estás pensando a la manera de los hombres y te cuesta entender el
sentido de Dios’.
¿No nos
pasará de alguna manera así a nosotros también? De ahí la incongruencia de
nuestras vidas. Recitamos el credo que nos lo sabemos bien de memoria, pero no
vivimos lo que significa el credo, porque no llegamos a seguir de verdad el
camino de Jesús. Nos preguntan sobre Jesús y quizás somos capaces de decir
grandes cosas, pero cuando nos piden que demos razón de esa fe con nuestra
vida, ya no sabemos qué decir ni realmente sabemos como expresarlo en el día a
día de nuestra vida.
Necesitamos
ahondar mucho más en ese conocimiento que tenemos de Jesús, pero no solo por
aquello de aprender muchas cosas, sino con el deseo de hacer muchas más cosas
en que nos parezcamos a Jesús, en que seamos en verdad testigos de Jesús. El
testimonio tiene que ser nuestras obras, tiene que ser nuestra vida. ¿Seremos
en verdad congruentes?
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