No
terminamos de creer en la Palabra de Jesús que habla de un mundo nuevo, el
Reino de Dios, y no terminamos de comprometernos con ese Reino para hacer un
mundo nuevo
Isaías 65, 17-21; Salmo 29; Juan 4, 43-54
Estamos tan escarmentados de que las
promesas nos resulten inútiles y las palabras se queden vacías, porque pronto
quizás se olvidan y aunque como dice el refrán ‘lo prometido es deuda’,
sin embargo también nos encontramos con lo otro de ‘si te vi. No me acuerdo’
que al final no creemos en nada, desconfiamos de todo y desconfiamos de las
palabras y terminamos con aquello otro de ‘si no lo veo, no lo creo’. Ya
no nos creemos nada, tiene poco menos que producirse como un terremoto o como
un volcán que lo palpamos y sentimos, que sean cosas extraordinarias y
maravillosas para poder creer. Pero ¿eso es en verdad fe?
Sí, tenemos que preguntarnos por la fe,
como la entendemos, cómo realmente creemos. Cuando estamos hablando de fe
estamos entrando en el misterio, en el misterio de Dios que nos trasciende,
hablamos de un confiar cuando parece que toda confianza se ha perdido, hablamos
de aceptar fiándonos de aquel que nos habla, se nos revela o nos pide algo,
hablamos de un dejarnos conducir porque nos abrimos a algo nuevo que nos va a
transformar; no es porque tengamos unas pruebas, no es simplemente porque
veamos cosas maravillosas o extraordinarias, no nos vamos a dejar influir por
unas promesas, es algo misterioso que se produce allá en lo más hondo de nosotros
mismos, porque sentimos y porque vivimos, porque se nos da confianza y nosotros
queremos confiar. Un misterio grande que no podremos explicar con palabras
humanas, pero que es algo que vivimos, algo que además nos transforma desde lo
más hondo.
El evangelio de hoy nos hace una
preparación del terreno, hablándonos de la vuelta de Jesús a Galilea, de la
admiración que se va suscitando en la gente, de su estancia de nuevo en lugares
donde había estado antes y se habían realizado signos que despertaban la fe de
los que le seguían, como fue lo de las bodas de Caná de Galilea y ahora nos
habla de un hombre principal y poderoso, un funcionario real nos dice, que
tiene un hijo enfermo y acude a Jesús. Solamente le pide que baje a Cafarnaún
lo más pronto porque su hijo se muere.
No parece muy claramente que sea la fe
en Jesús la que esté guiando a este hombre, quiere algo extraordinario para
algo extraordinario para él como era que su hijo se estaba muriendo. No es la fe del centurión
romano que tiene su confianza puesta en la palabra de Jesús para que sea
realice lo que Jesús diga, no es la fe de Jairo que está pidiendo el gesto de
que Jesús imponga su mano como una bendición para que su hija se cure.
Por eso la reacción de Jesús. Si no ven
cosas extraordinarias no creen, ‘si no veis signos y prodigios, no creéis’. Y ante la insistencia del funcionario porque
su hija se muere solamente le dice Jesús ‘anda, tu hija vive’. Y ahora
el hombre se fió, se puso en camino hacia su casa hasta encontrarse con los que
venían con la noticia de que su hija estaba viva. Coincidía la hora de su
mejoría con la hora de la palabra de Jesús. Ahora creyó él y toda su familia.
¿Nos fiamos y creemos en la palabra de
Jesús? ¿Qué es lo que realmente buscamos? ¿Solamente un prodigio que nos libere
de aquella situación pero luego seguiremos como antes sin ningún cambio en
nuestra vida? Nos contentamos y nos quedamos satisfechos si hacemos en aquel
momento un regalo, pero luego ya todo pasó y seguimos como siempre. ¿No será
eso lo que de alguna manera nos está sucediendo, estamos haciendo cuando
venimos a Misa y quizás vivimos devotamente aquel momento pero luego en mi vida
todo sigue igual? ¿Y esa fe que decíamos tener y que decimos que celebramos
cuando venimos a la Iglesia en qué se nota luego en nuestra vida?
No terminamos de ver la acción de Dios
en nuestra vida y seguimos con nuestros cumplimientos y rutinas pero no dejamos
que nuestra vida se envuelva por esa fe, que nuestro mundo se vaya
transformando con esa fe. No terminamos de creer en la Palabra de Jesús que nos
anuncia un mundo nuevo al que El llama el Reino de Dios y no terminamos
entonces de comprometernos con ese Reino de Dios para hacer un mundo nuevo.
Algo tiene que cambiar en nuestra forma de concebir la fe.
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