El amor que nos busca y la alegría por la conversión y el perdón
Filp. 3, 3-8; Sal. 104; Lc. 15, 1-10
‘Se acercaban a Jesús
los publicanos y pecadores a escucharle’, pero por allá andaban los fariseos y los letrados con
sus murmuraciones, con sus juicios, con sus discriminaciones, con sus condenas.
‘Ese acoge a los pecadores y come con
ellos’.
En la época de Jesús - y hemos de considerar que eran
un pueblo antiguo y con costumbres inveteradas, que no siempre podemos juzgar
desde nuestros criterios de los tiempos modernos sino que hemos de saber leer
la historia en el momento concreto que suceden los acontecimientos con sus
circunstancias concretas - había muchos tipos de discriminaciones.
Los judíos se consideraban a si mismos un pueblo
aparatado, un pueblo distinto y desde su fe y religiosidad se consideraban un
pueblo santo, por lo que tenían sus reservas en el trato con los pueblos y
gentes extranjeras. Les costaba mucho aceptarlos, no en vano habían tenido
distintas experiencias en su historia que la mezcla con otros pueblos les había
pervertido y en muchas ocasiones les había llevado a la ruina.
Había otras discriminaciones, que podríamos llamar de
tipo sanitario, por lo que los enfermos aquejados por enfermedades entonces
consideradas contagiosas eran apartados de la vida de la comunidad. La lepra
entonces era una enfermedad que hacia muchos estragos por las escasas medidas y
medios sanitarios que entonces podían tener, y en consecuencia a los leprosos
se les apartaba de la vida social y comunitaria obligándoles a vivir solos y
desamparados en campos y montañas alejados de los demás. No olvidemos que esos
conceptos prácticamente llegaron al siglo XX.
Pero había otra discriminación mucho peor, y que es la
que vemos reflejada en el evangelio de hoy; era la discriminación que se hacía
a los que ellos consideraban pecadores, englobando ahí a profesiones como las
de los recaudadores de impuestos, que ya los consideraban pecadores no solo
porque donde andan los dineros por medio se introducen fácilmente las corrupciones
e injusticias, sino también por el hecho de ser tenidos como colaboracionistas
de los poderes extranjeros. Con ellos los que se consideraban los puros, como
eran los fariseos cumplidores en extremo, no se mezclaban y evitaban el trato.
Para ellos eran como unos apestados o, empleando imágenes muy actuales, como si
fueran infectados de enfermedades infecciosas, en este caso podemos recordar el
ébola, por lo que con ellos no se podían mezclar por peligro a contaminarse.
Ya que hemos mencionado esa enfermedad consideremos la
tremenda alarma social que se ha creado en la sociedad con el ébola y las
consecuencias que se están derivando en tantos que comienzan a sufrir también
un cierto tipo de discriminación en nuestro siglo. Pensemos los niños abandonados
en África, simplemente porque son hijos de personas muertas a consecuencia del
ébola; o pensemos sin ir más lejos todo lo que se ha montado en torno a la
persona contagiada de esta enfermedad - gracias a Dios ya está curada - porque
en los lugares cercanos a esta persona hay ciertos problemas de aceptación o de
discriminación.
Pero vayamos al episodio del evangelio para fijarnos en
las actitudes de Jesús y en su enseñanza. Nos deja dos pequeñas parábolas: el
pastor que pierde una oveja en el campo y la busca hasta que la encuentra, y la
mujer a la que se le ha extraviado una moneda de gran valor y revuelve toda la
casa hasta que la encuentra. ¿Qué nos quiere decir Jesús? Nos habla al final de
las dos parábolas de la alegría del cielo por un solo pecador que se convierta.
¿A qué ha venido Jesús? Ya en otra ocasión semejante
nos hablará Jesús del medico que busca curar a los enfermos. Jesús es nuestro
médico; Jesús es el buen Pastor que busca la oveja perdida; Jesús es como
aquella mujer que busca la moneda extraviada. Ha venido para buscarnos, para
llamarnos, para darnos la salvación. Recordamos otra parábola que está colocada
precisamente en el evangelio de Lucas en este mismo entorno, en la que Jesús
nos habla del padre que está esperando la vuelta del hijo que se ha marchado.
Siempre está presente el amor y la alegría; el amor que
hace que nos busque, nos llame, nos ofrezca su gracia para que convirtamos
nuestros corazones, y la alegría y la fiesta a nuestra vuelta; como el banquete
del padre a la vuelta del hijo prodigo, como la fiesta del cielo por un solo
pecador que se convierte.
¿Aprenderemos a tener un corazón abierto a los demás,
para vivir una Iglesia de misericordia donde todos seamos capaces de acoger al
pecador que vuelve a casa como la oveja al redil? ¿Aprenderemos a desterrar de
nosotros discriminaciones y malos ojos con los que miramos a aquellos que nos
parecen más malos que nosotros?
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