Las
credenciales para un anuncio autentico del evangelio del Reino de Dios tienen
que ser nuestras obras de amor
Génesis 41,55-57; 42, 5-7.17-24ª; Salmo 32;
Mateo 10,1-7
Cuando se le confía una misión a
alguien que ha de realizarla en nombre de quien lo envía, al enviado se le da
unas credenciales, un salvoconducto, una especie de certificado o carta de
recomendación, un poder para que pueda actuar en nombre de quien lo envía o de
quien representa – muchos nombres se le puede dar al asunto según sea la misión
y el lugar donde tenga lugar esa representación. Eso, podríamos decir, que
forma parte de los protocolos de la vida, algo muy presente en la sociedad
regulada con sus leyes y con sus normas.
Aquí viene la pregunta, quienes actúan
en nombre de Dios, porque se sienten llamados a una misión, porque adquieren
unos compromisos concretos, porque habiendo descubierto la maravilla del
mensaje evangélico se sienten, por así decirlo, obligados a trasmitirlo, a
comunicarlo, ¿Cuáles son las cartas de presentación con que se presentan?
¿Cuáles van a ser las credenciales que acrediten la misión a la que se sienten
llamados? ¿Cuáles son los poderes que les acompañan?
No son preguntas ociosas, no son
preguntas que no tengan sentido. No es solo que nos revistamos de unos
ornamentos de lo sagrado para decir que somos unos consagrados; no es solo la
facilidad de palabra que tengamos o incluso si queremos ponerlo así de crudo
los estudios que hayamos realizado, lo que nos va a garantizar la verdad que
queremos proclamar, no es solo porque nos tengamos bien estudiado y programado
lo que podemos hacer, lo que nos da la veracidad necesaria a la Palabra que
vamos a proclamar en nombre de Dios.
Podíamos decir que hay una garantía que
lo viene a resumir y fundamentar todo, el amor. Es el amor que vivimos y que
reflejamos en nuestras vidas, es el amor que se hace testimonio en las obras
que realizamos, es el amor que va a ser la verdadera levadura que va a hacer
fermentar la masa del mundo.
Y eso lo estamos encontrando en las
mismas palabras con la que Jesús hace el envío de sus discípulos, de sus
apóstoles en este caso. Ha elegido Jesús a doce entre todos los discípulos que
le siguen, el evangelista con todo detalle nos da incluso sus nombres. Y son
los que ahora Jesús envía en medio de aquellas multitudes que le rodeaban a
través de aquellos pueblos y aldeas de Galilea que Jesús iba especialmente
recorriendo, multitudes, como nos dice, que andaban desorientadas, que daba la
impresión que eran ovejas que corrían de un lado para otro porque les faltaba
un pastor.
Y es a esos a donde Jesús envía a los
doce pero con la posibilidad de que dieron los signos del amor. Algo tenía que
ser luz para todas aquellas gentes y la luz vendría de las obras del amor que
tenían que ir realizando. Tenían que ir transformando aquel mundo y esa
transformación solo se podía hacer desde el amor. El amor que sanaba y daba
vida, el amor que caldearía los corazones para arrojar de sus vidas todo lo que
no fuera amor. Les dio poder, nos dice el evangelista, para curar
enfermos y para arrojar demonios.
Ahí lo dice todo. Esos signos que irían
realizando son la garantía de la autenticidad del Reino de Dios que sería
anunciado. ‘Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos’. Es el
anuncio. Pero para hacer ese anuncio ‘llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para
expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia’. Era lo que tenían que ir realizando, era la
autentica carta credencial de la misión que se les había confiado.
Es lo que la Iglesia ha querido ser
siempre a través de todos los tiempos; en todas partes ha querido resplandecer
por el amor. ¿Con qué obras estaremos dando señales de esa garantía hoy los
cristianos de este siglo y en medio del mundo en que vivimos? Muchas son las
obras en las que brilla la Iglesia en este sentido hoy, pero ¿nosotros, cada
uno como individuo, qué más podríamos o tendríamos que hacer hoy?
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