Que el entusiasmo de nuestras celebraciones para cantar la gloria del Señor sea consecuencia de lo que hacemos cada día en nuestro amor por los demás
Éxodo 11,10-12,14; Salmo 115; Mateo 12,1-8
No nacimos aprendidos, como se suele decir; en la medida que nos vamos abriendo a la vida vamos aprendiendo a vivir, por medio está la educación que de nuestros padres recibimos que nos van inculcando una forma de vivir, desde lo que es su propia experiencia, pero también de lo que ellos a su vez un día recibieron en la educación que a ellos también se les dio.
Educar no es imponer sino desarrollar, desarrollamos la persona y sus capacidades y posibilidades, ayudando a crecer, pero crecer en el vivir; aquello que nos fueron transmitiendo e inculcando poco a poco se fue convirtiendo en nosotros en modo de vida, en sentido de vida y nacieron así una serie de buenas costumbres, adquiridas en la misma repetición de lo que hacemos – es el aprendizaje – y que serán las que iremos transmitiendo para que también se hagan vida en los que vienen tras nosotros.
Todo eso tenemos que irlo haciendo vida, y vida concreta en lo que hacemos y en lo que vivimos, en el tiempo en que estamos y en el entorno en que nos desenvolvemos. Por eso de alguna manera se va produciendo una moderación, una transformación, una adaptación al momento presente y a lo que vivimos. No significa que no haya unos principios fundamentales que son la base, sino que luego eso lo iremos traduciendo a lo que ahora vivimos. Las leyes o normas de convivencia nacen de esos principios pero en esa adaptación al momento presente. Es todo un trabajo lleno de delicadeza y detalles que no son fáciles realizar.
Hoy nos encontramos en el evangelio con unas cuestiones que le plantean a Jesús, sobre todo aquellos que eran como más rigoristas en la sociedad de entonces que hacen referencia por un lado al descanso sabático que todo judío tenía que cumplir y realizar, unido al sentido del sábado como un día sagrado dedicado al culto a Dios por lo que no lo podíamos ocupar en otras tareas, de ahí también incluso como ley o norma humanitaria del descanso sabático.
Pero siempre tendemos a la casuística y cuando nos ponemos en plan de cumplimiento rigorista simplemente porque es la ley y hay que cumplirla surge lo descabellado de que no se pueden comer unas espigas cogidas al paso del camino en el sábado porque eso sería un trabajo, e incluso casi se perdía el sentido de humanidad para ayudar a quien pudiera necesitarlo como curar un enfermo, cargar una camilla, o devolverle la movilidad a un paralítico. Casos en ese sentido contemplaremos en el evangelio en diversos momentos.
La buena costumbre que se había tratado de imponer, para en cierto modo también darle humanidad a la vida con el descanso para el trabajador, se había convertido en carga opresiva que impedía incluso los gestos de misericordia. ¿Solo agradamos a Dios porque vayamos devotamente a la Iglesia en el día del Señor si luego en nuestro corazón no hay compasión y misericordia para los que sufren a nuestro lado?
Ya cumplí, decimos tantas veces cuando salimos de la Iglesia el domingo, como si ya estuviera todo hecho para dar gloria a Dios. Cantaremos con todo sentido la gloria del Señor en nuestras celebraciones cuando luego en la vida vamos dando gloria a Dios en nuestros gestos de amor, en la buena convivencia y armonía que fomentamos en nuestros hogares, en la visita que hacemos a los enfermos o a los que se sienten solos, en los gestos de cercanía que vamos teniendo con los que nos encontramos en el camino con un saludo afectuoso o con una sonrisa en nuestro semblante.
¿Queréis que os diga una cosa? Ahora comprendo por qué son tan frías nuestras celebraciones y con tan poco entusiasmo cantamos la gloria del Señor en nuestras misas y celebraciones, porque luego en la vida de cada día no estamos cantando esa gloria del Señor; como nada en este sentido estamos haciendo, nada tenemos que cantar en nuestras celebraciones. Creo que son cosas que tendrían que hacernos pensar.
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