Dejémonos
encontrar por el Señor que continuamente nos está saliendo al paso y esa
experiencia haga que nuestra vida y compromiso de fe sea intenso
Hechos de los apóstoles 22, 3-16; Salmo 116;
Marcos 16, 15-18
Hay cosas que mientras no pasemos por
la experiencia de haberlas vivido no terminamos de entender aunque sean cosas
que tenemos ante los ojos cada día, que suceden a los que nos rodean, que
estamos como envueltos por ellas y casi no nos damos cuenta ni de su
importancia o significado ni el sentido de las mismas. Es lo que va componiendo
la vida de cada día, pero que vivimos como pasando por encima de ellas, que nos
pasan desapercibidas porque quizás vivimos en otra honda; es el sufrimiento o
los problemas de la vida que ahí están que todos los tienen, pero que mientras
nosotros no tenemos que enfrentarnos directamente con ese dolor o con esos
problemas nos podría parecer que todo es fácil, que todo es como un caminar
sobre rosas, hasta que las espinas de esas rosas lleguen a pincharnos o
dañarnos.
Decimos de la gente sin experiencia que
viven como niños, como inocentes que no saben nada de la vida; esas
experiencias maduradas y reflexionadas nos harán ahondar en aspectos en los que
nunca nos habíamos fijado, o que incluso ante los cuales podíamos tener hasta
unas posturas combativas en contra de lo que otros nos decían de lo que estaban
pasando. Llegaremos a entender lo que es la pobreza cuando nos veamos desposeídos
de todo y pasemos por la experiencia de no tener nada, pero será también cuando
lleguemos a descubrir donde está la verdadera riqueza para no cegarnos por
oropeles que nos encandilen.
Hoy estamos celebrando en la Iglesia
una conmemoración muy especial que nos recuerda lo fue la conversión de Saulo
de Tarso. Aunque no había conocido directamente a Jesús sabía del camino que hacían
los que seguían sus enseñanzas y se había convertido en un perseguidor con saña
de todos aquellos que confesasen su fe en Jesús. Pero saber no siempre es
conocer, porque podemos saber las cosas de oídas o de manera superficial, o pasándola
por el tamiz de nuestros prejuicios o nuestras ideas que nos condicionen. Cuántas
veces en la vida nos hacemos la guerra porque no somos capaces de cambiar el
color del cristal con que miramos y lo vemos solo desde los colores que a nosotros
nos puedan interesar o alguien haya influido en nosotros y nuestro pensamiento.
Pero un día Saulo se encontró con Jesús
que le salió al paso en el camino de Damasco. Allá iba con credenciales de las
autoridades religiosas de Jerusalén para apresar a cuando siguieran el camino
de Jesús. Ya un día había sido testigo del linchamiento que habían hecho de
Esteban en Jerusalén simplemente porque hablaba de Jesús y anunciaba su buena
nueva. ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ había sido el grito que ahora
él escuchaba en su camino; un camino que se vio truncado, un camino que tomó
nuevas sendas. ‘¿Quién eres, Señor?... Jesús, el Nazareno a quien tu
persigues… ¿Qué debo hacer?... Levántate, continúa el camino hasta Damasco, y
allí te dirán todo lo que está determinado que hagas…’
Es el mismo Saulo el que nos trasmite
este diálogo y este encuentro. Para El fue suficiente. Había experimentado el
encuentro con Jesús. Ahora ya podía ser todo distinto. Como un día aquellos
otros discípulos que tuvieron la experiencia de la resurrección de Jesús, como
aquellos que se habían dejado llenar por el Espíritu de Jesús que les envolvió
en Pentecostés. Comenzaron a ser distintos, salieron al encuentro con los
demás, porque aquel encuentro vivo con Jesús y con la fuerza de su Espíritu
había hecho de ellos hombres nuevos. Es lo que ahora está sucediendo en Saulo
que ya para siempre será para nosotros Pablo.
Todos conocemos lo que fue luego su
vida de evangelizador atravesando tierras y mares para ir al anuncio del evangelio
allí donde el Espíritu le guiaba. Será la fuerza candente de su Palabra que nos
ha quedado reflejada en las cartas que iba dirigiendo a aquellas comunidades
que había ido dejando asentadas en diversos lugares. Es el fuego del Espíritu
que sigue resoplando sobre todos los rincones de la tierra donde es anunciado
el evangelio de Jesús. Y todo partió de una experiencia, de un encuentro, de
algo vivido intensamente allá en lo más hondo que no lo cegó sino que le abrió
los ojos a la verdadera luz.
Todo esto nos tiene que hacer pensar en
nuestra experiencia de Jesús, en la experiencia de fe que nosotros vivimos; que
no es solamente un credo que recitamos, unas palabras que repetimos, sino una
vida nueva que vivimos. Creo que a lo largo de la vida todos hemos tenido
experiencias hermosas de fe, de encuentro con el Señor, en celebraciones
intensas que hemos vivido, en momentos de oración o de reflexión, en silencios
o desiertos por los que hemos pasado, en acontecimientos sucedidos en nuestro
entorno y que hemos sabido leer con ojos de fe. Reavivemos todo eso vivido,
para que ahora nuestra vida y nuestro compromiso de fe sean intensos.
Dejémonos encontrar por el Señor que Él
continuamente nos está saliendo al paso y vivamos esa experiencia de fe.