Una
alabanza que nos abre a entrar en otras orbitas y otros encuadres de nuestra
vida cuando escuchamos y plantamos la palabra de Dios en nuestro corazón
Joel 4,12-21; Salmo 96; Lucas 11,27-28
Una alabanza siempre es agradable; no
es que la busquemos, pero el reconocimiento de lo bueno siempre puede ser un
estímulo. Puede ser una señal de gratitud por parte de aquellos que se sienten
beneficiados con lo bueno que reciben; es de nobleza de corazón el reconocerlo.
Pero sin que esos reconocimientos y homenajes se conviertan en una razón para
que hagamos las cosas bien, una palabra agradable que reconozca lo bueno que se
hace se puede convertir en un estimulo interior para seguir haciendo lo bueno.
Claro que sabremos actuar rectamente y hasta con generosidad aunque no
recibamos esos reconocimientos, sin que nos rindan homenajes y canten alabanzas
en nuestro honor. El bien que hacemos es nuestra más honda satisfacción.
Pero no se trata solamente de la
satisfacción y el estimulo que sentimos en nuestro interior cuando hablan bien
de nosotros, sino que por una parte hemos de sentir eso mismo en las alabanzas
que prodiguen a los demás por lo bueno que realizan, y lejos de nosotros ha de
estar todo atisbo de envidia o de celos porque a ellos se lo reconocen aunque
de nosotros no digan nada – necesitamos también muchas veces esa cura de
humildad para evitar orgullos y vanaglorias propias – sino que cuando está en
referencia a seres a quienes tenemos especial aprecio como puede ser incluso a
nuestros familiares, nuestro gozo tendría que ser mucho más hondo.
Podría parece que todo esto que voy
reflexionando se viene abajo en el breve pasaje del evangelio que hoy se nos
ofrece. Podrían parecer cortantes las palabras de Jesús cuando alguien en medio
de la multitud levanta su voz en alabanza a la propia madre de Jesús. Es una aclamación
espontánea la que surge en medio de las gentes; también nosotros muchas veces
nos lo decimos cuando nos encontramos con alguien que resalta por su bondad o
por buen hacer, ‘¡qué orgullosa tiene que sentirse esa madre!’, pensamos
nosotros. Es lo que viene a decir aquella mujer anónima en medio de la
multitud. ‘¡Dichosos los pechos que te alimentaros y el vientre que te
llevó!’, Dichosa la madre que te parió, diríamos nosotros en un lenguaje
como más ordinario.
Pero Jesús quiere dirigir nuestros ojos
a otra óptica. Está bien que miremos las cosas desde ese lado humano, y aquí
rebosa humanidad el grito de aquella mujer, pero tenemos elevar nuestra mirada,
tenemos que tener otra perspectiva. Bien sabemos cuando contemplamos un paisaje
que depende del lugar desde donde miremos para apreciar diversos detalles,
depende del encuadre que le hagamos y hasta el marco que ponemos alrededor para
resaltar algo en lo que quizás no nos habíamos fijado; a mi me gusta cuando
hago una fotografía, por ejemplo, a un paisaje encuadrar la imagen que quiero
tomar en un marco, darle un primer plano que le de profundidad, o resaltar
quizás una sombra que haga brillar de una forma distinta su colorido. Así tendríamos
que aprender a mirar en la vida.
Jesús viene a ayudarnos a cambiar esas
perspectivas, esos encuadres que hemos de hacer en la vida, esa forma de mirar
las cosas y las personas, esa manera de leer los acontecimientos, para
descubrir lo que de verdad nos quieren enseñar, para descubrir donde está el
mensaje, para saber cual es el colorido que le hemos de dar a la vida. Es lo
que significa la buena nueva del evangelio; por eso es buena nueva, por eso es
siempre buena noticia para nosotros, por eso es la novedad que siempre ha de
significar para nosotros la Palabra de Dios.
Es lo que con una simple frase como
respuesta a la alabanza de aquella mujer dice Jesús y que no es quitarle valor
a la alabanza que se hace de la madre de Jesús. ‘Mejor, bienaventurados los que
escuchan la palabra de Dios y la cumplen’. Escuchar la Palabra de Dios y
plantarla en el corazón. Así, simplemente, alcanzaremos la dicha, nos dice
Jesús. Es el filtro que hemos de ponerle a nuestra vida, es el cristal a través
del cual hemos de mirar, es el color que tenemos que resaltar de la vida, es el
encuadre que tenemos que hacer.
Desde la Palabra de Dios, escuchada y
plantada en el corazón encontraremos para todo otro sentido, encontraremos la
verdadera luz para nuestros ojos, descubriremos lo que es el verdadero valor de
nuestra vida, se nos abrirán caminos de verdadera plenitud y felicidad. Pero
tenemos que dejarnos sorprender por esa buena noticia que nos trae; como
aquella mujer se sintió sorprendida por la presencia de Jesús y pensó en su
madre, que para ella se convertía en un gozo y una felicidad de la que de
alguna manera quería hacerse partícipe.
Es el camino que nosotros hemos de
emprender, es donde encontraremos la verdadera alabanza para lo que luego vamos
a hacer, es con lo que proclamaremos la gloria de Dios.