Qué
distinta sería la intensidad de vida que tendríamos si nos dejáramos incendiar
por ese fuego del Espíritu
Eclesiástico 48, 1-4.9-11b; Salmo 79; Mateo
17, 10-13
¿Necesitaremos nosotros palabras de
fuego que nos hagan de nuevo hervir la sangre en medio de la atonía y la
tibieza con que muchas veces andamos los que nos decimos seguidores de
Jesús? Nos hemos amoldado, nos hemos
acostumbrado a la tibieza y ya pocos sentimos dentro de nosotros la inquietud
por esa atonta espiritual que vivimos. Nos da igual que la gente crea o no
crea, se interese o no por el mensaje del evangelio. Vamos cayendo por la
pendiente de la rutina y ya no sabemos saborear las palabras del evangelio. Nos
hemos acostumbrado a otros sabores que nos ofrece la vida que no sabemos captar
ese sabor nuevo que nos da el evangelio.
Las practicas religiosas las hemos
convertido en unos convencionalismos sociales y cuando vamos a participar en
ellas no llegamos a saborear lo que el evangelio nos ofrece y muchas veces las
convertimos en actos que nos vemos obligados quizás a realizar por unas
costumbres o unas tradiciones, unas manifestaciones sociales muchas veces muy
llenas de vanidad, pero sin hondura espiritual. Y claro encima diremos que
somos cristianos de siempre, que nuestra familia siempre ha sido muy católica,
que no hay que crea más que nosotros, pero eso no lo traducimos luego en unas
vivencias, en unas actitudes, en una toma de posturas ante los diferentes
problemas de la vida pero desde la exigencia de una fe y de unos valores que nos
ofrece el evangelio.
En este sábado de la segunda semana de
adviento se nos presenta la figura del profeta Elías al mismo tiempo que se nos
habla de Juan Bautista. De Elías conocemos su celo de Dios, su defensa del
nombre de Yahvé, su lucha incesante contra los baales o falsos dioses que se
pretendían imponer en el pueblo y la sociedad judía desde ciertas influencias
que desde los poderosos ejercían sobre la vida del pueblo. Su Palabra era
vibrante, el celo que sentía por las cosas de Dios era algo que no se podía
apagar en su corazón, aun con sus dudas y con sus miedos que le llevará al
desierto casi con el deseo de morir en su impotencia por conseguir lo que
pretendía, pero que le llevará a una experiencia de Dios que le impulsará a
seguir realizando su misión profética.
En la tradición del pueblo judío
permanecían en la esperanza de la vuelta del Profeta Elías. Y es por lo que
ahora le preguntan a Jesús. Y Jesús les habla de Juan Bautista que con tanto
ardor preparaba al pueblo en el desierto para la venida del Mesías. Y les da a
entender que Elías ha venido, aunque a Juan no todos quisieran aceptarlo. Pero
les señala también que esa es la condición del profeta cuando es fiel a su
mismo y a su misión. Como diría el anciano Simeón de Jesús, será un signo de
contradicción y hará que se decanten los corazones.
¿Temeremos nosotros ser ese signo de
contradicción frente al mundo que nos rodea? La tibieza con que vivimos
manifiesta esos temores. Necesitamos despertar ese fuego en nuestros corazones.
La imagen que contemplaremos en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo
son precisamente unas llamaradas de fuego. Es lo que nosotros necesitamos,
dejarnos conducir por el Espíritu divino para que se caldee nuestra vida, para
que pongamos ese fuego en nuestro mundo. Ya nos dirá Jesús en otro momento que
fuego ha venido a traer a la tierra, y lo que quiere es que esté ardiendo.
¿Estaremos en nuestra comodidad y en nuestras rutinas unos bomberos que apaguen
ese fuego divino en nosotros?
Qué distinta sería la intensidad de
vida que tendríamos si nos dejáramos incendiar por ese fuego del Espíritu. Por
eso Juan anunciará que en Jesús seremos bautizados en Espíritu Santo y fuego.