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sábado, 15 de noviembre de 2025

 


Rescatemos esos momentos hermosos en que hemos sentido el amor de Dios en nuestra vida y que eso nos haga perseverantes y constantes en el camino de la vida cristiana

Sabiduría 18,14-16; 19, 6-9; Salmo 104; Lucas 18,1-8

A todos nos sucede, muchas veces en la vida nos sentimos sin esperanza, los problemas y las dificultades se agolpan sobre nuestra vida y nos sentimos como desamparados sin saber a quien acudir; quizás pesen experiencias pasadas en que nos vimos en situaciones semejantes y pedimos ayuda y parece que nadie nos atendía, nos escuchaba, nos ayudaba, nos sentimos cansados de pedir y quizás pensamos para qué vamos a seguir molestando, y no insistimos. Hablo en primer lugar de situaciones humanas de la vida por las que quizás hemos pasado, hablo de peticiones de ayuda en que parece que no fuimos escuchados, hablo de esos desalientos que se nos meten en el alma y nos sentimos aburridos.

Aunque sea hablando solo de lo humano tenemos que aprender a confiar, a saber insistir, a no perder la confianza de que alguien nos tenderá una mano; echemos manos de los recuerdos que seguramente tenemos también recuerdos positivos en que supimos confiar, supimos perseverar, y encontramos salida, encontramos alguien que nos escuchó.

Pero pasemos a otro plano del que hoy nos quiere hablar en el evangelio y que está muy relacionado con lo que venimos reflexionando; son las sensaciones que espiritualmente habremos tenido en algún momento, es la forma en que quizás acudimos a Dios en nuestras flaquezas y debilidades, en nuestras carencias o en nuestra pobreza en todos los sentidos pero nos pareció también que Dios no nos escuchaba; sin embargo, como decíamos antes, si traemos también los buenos recuerdos tendremos que reconocer que tras esos momentos oscuros de la vida luego apareció la luz; porque Dios estaba ahí a nuestro lado, en nuestro Getsemaní, en nuestro Calvario, y nos sentimos renovados.

Nos sucede que recordamos más el momento oscuro en que nos parecía que Dios no nos escuchaba que ese momento de luz que luego llegó a nuestra vida. Necesitamos mantener viva nuestra esperanza, nuestra confianza porque Dios es el Padre bueno que está ahí y siempre nos escucha; en su Sabiduría infinita y en su Providencia de amor El sabrá el momento, podemos decirlo así, en que nos hará sentir su presencia, su fuerza, su gracia. Pero hemos de saber permanecer constantes en nuestra fe y en nuestra esperanza, constantes y perseverantes en nuestra oración.

Es lo que nos quiere decir hoy Jesús con la parábola que nos propone. Aquella mujer que pedía justicia y que parecía que el juez ni la quería escuchar ni le prestaba auxilio, pero al final tuvo compasión de aquella mujer. El lenguaje de la parábola es un lenguaje bastante humano, bastante semejante a lo que nos sucede. Aquel juez, dice la parábola, por quitársela de encima y le diera la lata al final la atendió. Pero prestemos atención al comentario que el mismo Jesús nos hace, si actuamos así nosotros en nuestras miras humanas, ¿no va a actuar Dios como un Padre compasivo y misericordioso para escuchar y concedernos lo que necesitamos?

Ya nos comenta el evangelista que para que no nos desanimemos y seamos perseverantes en nuestra oración Jesús nos propone esta parábola. Y como dice al final Jesús mismo ‘cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?’ ¿Dónde está nuestra fe?, nos tendríamos que preguntar. ¿Tenemos en verdad puesta toda nuestra confianza en Dios? ¿Sabremos sentir su presencia que acompaña nuestros pasos y nos va llenando en cada momento de la fuerza de su Espíritu?

Creo que tenemos que saber rescatar esos momentos en que de manera especial nos hemos sentido amados de Dios; muchas experiencias podemos tener en este sentido que hemos de saber aflorar porque nos ayudan en el camino que ahora hacemos. Seguro que todos tenemos nuestras historias y muy concretas. También son momentos oscuros en todos los sentidos que pasamos nosotros desde nuestra situación personal y nuestros problemas, muchos los que estamos viviendo en nuestra sociedad, y los que vive la Iglesia inmersa en esa sociedad. 

Que no nos entre el desánimo, que no lo veamos siempre todo negro, que sepamos descubrir esos destellos de luz que aparecen tantas veces a nuestro lado como signos de esa presencia del amor de Dios.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Aprendamos a detenernos, a no dejarnos arrastrar por la loca carrera de la vida, a saber leer cuanto nos sucede desde una mirada creyente, a darle un sentido a nuestro caminar

 


Aprendamos a detenernos, a no dejarnos arrastrar por la loca carrera de la vida, a saber leer cuanto nos sucede desde una mirada creyente, a darle un sentido a nuestro caminar

Sabiduría 13,1-9; Salmo 18; Lucas 17,26-37

La vida de cada día con sus afanes y preocupaciones, con el agobio de todo lo que tenemos que hacer, esas cosas ordinarias que hacemos como modo de vivir o como medios de subsistencia, los acontecimientos que se suceden ya en el ámbito cercano nuestro de la familia o de nuestro trabajo, el caudal inmenso de noticias que nos llegan por todos los medios y más teniendo hoy como tenemos a manos tantas redes sociales, nos hacen entrar en un ritmo tan vertiginoso que nos parece que no tenemos tiempo para vivir, muchas cosas se convierten como en rutinas de la vida que andamos y desandamos algunas veces ni siendo conscientes del todo de lo que hacemos y no somos capaces de detenernos a reflexionar o dar hondura, sentido y valor a lo que hacemos.

Nos sentimos absorbidos por la vida y hay el peligro de entrar en la superficialidad de hacer las cosas porque tenemos que hacerlas pero sin llegar a saborearlas y disfrutarlas, de sentir que en eso está nuestra vida y que tendríamos que buscar como otro forma para darle otra intensidad a nuestro vivir. Qué peligroso convertir en una rutina nuestro vivir.

¿Llegaremos a descubrir en cuanto nos sucede o hacemos señales de algo más? ¿Seremos capaces de leer esa vida que vivimos para escuchar una voz que nos pudiera estar hablando o llamándonos desde esas mismas cosas o desde nuestro interior? ¿Seremos capaces de darle una mayor trascendencia a lo que hacemos o vivimos o simplemente estamos cumpliendo con una función porque eso es lo que nos ha tocado vivir? ¿Podrá haber algo más que nos llene interiormente y nos haga crecer en humanidad como personas? Porque tenemos el peligro de que en esa carrera de la vida vayamos perdiendo humanidad, incluso para nosotros mismos que nos convertimos en máquinas.

Creo que esto nos quiere hacer pensar hoy Jesús. Toda la conversación  de Jesús parte desde aquellas preguntas que le hacían de si ya era la hora en que se iba a manifestar el Reino de Dios y con qué signos lo conoceríamos. Jesús nos invita a estar atentos a nuestra vida, que sepamos leer nuestra vida y cuanto nos acontece; podríamos encontrar señales hermosas que nos va dejando Dios de cómo se manifiesta y se hace presente junto a nosotros.

Habla de los tiempos de Noé en que la mayoría no supo ver las señales del cielo y solo se salvaron unos pocos que habían construido aquel arca; o nos habla de los tiempos de Lot donde parecía que la vida circulaba con toda normalidad, pero hubo un momento de transformación con lo que llamaban aquel fuego venido del cielo. Nos habla del que está en el campo o del que está en su casa con sus quehaceres; podemos sentir, tenemos que saber sentir esa presencia de Dios, esos signos que Dios va poniendo a nuestro lado en el camino de la vida y que nos llaman a algo distinto y mejor. Es lo que nos habla de la venida del Hijo del Hombre.

Es lo que tenemos que saber discernir en nuestra vida de cada día y ver esa acción de Dios en nosotros; pero nuestra fe se nos va enfriando, vivimos sin sentir esa presencia de Dios, no escuchamos la voz de Dios que de tantas maneras va a hablándonos al corazón. Vivimos en nuestra loca carrera de la vida pero ¿Dónde hemos puesto la fe? ¿En qué se nota en nuestra manera de vivir que somos unos creyentes, que queremos vivir un evangelio, que sentimos ese amor de Dios en nosotros y que tenemos que ser mensajeros de vida y salvación para el mundo que nos rodea? ¿No podemos dar la impresión de que vivimos sin Dios, sin necesitar a Dios, sin gozarnos de su presencia en nuestra vida?

¿Tendremos que aprender a detenernos, a hacer una parada, a ponernos a reflexionar, a saber leer la vida de manera diferente?

jueves, 13 de noviembre de 2025

Sembremos el corazón de actitudes nuevas que nos hagan cercanos unos a otros aprendiendo a amarnos más y estaremos dando señales inequívocas del Reino de Dios

 


Sembremos el corazón de actitudes nuevas que nos hagan cercanos unos a otros aprendiendo a amarnos más y estaremos dando señales inequívocas del Reino de Dios

Sabiduría 7, 22 – 8,1; Salmo 118; Lucas 17, 20-25

Somos amigos de cosas espectaculares y grandiosas, donde nos sentimos pequeños y anonadados en medio de esa inmensidad, pero aun así seguimos buscando un efecto más, algo aun más llamativo porque por lo que hayamos pasado ya nos parece pequeño. ¿No nos damos cuenta que en nuestras películas de ficción cada día se buscan efectos más especiales y más espectaculares? Son fantasías o sueños, pero son cosas que buscamos y nos creemos más fácilmente esas cosas grandiosas aunque sean realmente fantasiosas que las cosas pequeñas y sencillas que si fuéramos capaces de detenernos a contemplarlas descubriríamos cosas más maravillosas que esas fantasías en las que de una forma o de otra vamos envolviendo la vida.

Son las carreras locas de un lado para otro también cuando nos dicen que ha sucedido algo extraordinario; todos nos queremos enterar porque parece que solo eso es lo que nos da fe en la vida, pero pronto quizás también nos desinflamos y ya no nos llama la atención. Hablo de muchas cosas en lo humano que hacemos y por las que corremos de un lado para otro muchas veces tan enfervorizados que parece una locura.

¿Nos sucederá así en al ámbito de la religioso y espiritual, en el ámbito de la trascendencia? Sí, andamos pidiendo cosas milagrosas todos los días y decimos que lo necesitamos para creer. Quizás en muchos momentos a lo largo de nuestra vida nos han sorprendido hablándonos de cosas poco menos que milagrosas que hayan podido suceder en nuestro entorno y quizás nos hayamos quedado encandilados por esas cosas y por esos milagros. Pero ¿será así en verdad cómo vamos a encontrar a Dios o cómo Dios quiere manifestársenos? Una buena pregunta que nos tiene que hacer reflexionar.

En las expectativas que vivían en el pueblo de Israel en los tiempos de la presencia de Jesús ante la posible llegada inminente del Mesías que tanto deseaban, contemplando los signos que Jesús va realizando y también desde lo que habían escuchado al Bautista allá en el desierto se preguntan por el tiempo y la forma de la llegada del Reino de Dios que Jesús anunciaba. Unas expectativas que no solo se quedaban en lo religioso sino que abarcaban todos los ámbitos de vida social de aquel pueblo que se veía de alguna manera sometido y sin esperanza. Por eso las preguntas que le hacen a Jesús.

‘¿Cuándo va a llegar el Reino de Dios?’, le preguntan. Recordamos que aun los discípulos más cercanos seguían con esa pregunta en su interior, porque en el camino hacia el monte de los Olivos para la Ascensión, después de la resurrección, aun le preguntan si es en aquel momento cuando se va a restaurar la soberanía de Israel.

Jesús responde claro. No pueden andar a la expectativa de sucesos extraordinarios para que se manifieste el Reino de Dios. Y les dice claramente  ‘el Reino de Dios está en medio de vosotros’. Seguramente la respuesta de Jesús les dejara con más interrogantes en su interior por lo que ellos pensaban que iba a ser ese Reinado de Dios. Les costaba entender a Jesús y darse cuenta de los signos que iba realizando de ese Reino de Dios en medio de ellos. ¿Nos sucederá de alguna manera a nosotros lo mismo?

El Reino de Dios está en nosotros, en esas nuevas actitudes y valores con los que tenemos que ir construyendo nuestra vida, en la medida en que comencemos a aceptarnos todos y a respetarnos, a amarnos mutuamente y a sentir ese interés que nace del amor de los unos por los otros, en la medida en que vamos siendo más auténticos en nuestra vida viviendo en la verdad y en la sinceridad, quitando fastuosidades y desterrando de nuestra vida la vanidad, en la medida en que buscamos el bien, luchamos por la justicia, vivimos con mayor solidaridad haciendo que nuestro corazón se desparrame en la generosidad, en la medida en que aprendemos a colaborar los unos con los otros y a valorar lo que los otros hacen; estaremos sintiendo que todos somos hijos de Dios y como hermanos tenemos que amarnos, estaremos haciendo presente a Dios en nuestra vida como centro de nuestro corazón y de todo nuestro actuar. Ahí estamos manifestando la presencia del Reino de Dios en nosotros y haciéndolo presente para nuestro mundo.

Allí donde vemos que dos personas se aman, digamos que está el Reino de Dios; allí donde hay gente comprometida por la paz y porque nadie sufra, tenemos que decir que se está haciendo presente el Reino de Dios; allí donde vivimos con sencillez y en la humildad sabiendo valorar las cosas pequeñas, estaremos haciendo florecer el Reino de Dios.

¿Lo tendremos de verdad en nuestro corazón porque lo tengamos sembrado con esas actitudes nuevas?

miércoles, 12 de noviembre de 2025

No tengamos miedo a decir gracias, tener una palabra de gratitud o un gesto de humildad y también de humanidad manifestando la grandeza de nuestro corazón

 


No tengamos miedo a decir gracias, tener una palabra de gratitud o un gesto de humildad y también de humanidad manifestando la grandeza de nuestro corazón

Sabiduría 6, 1-11; Salmo 81; Lucas 17,11-19

Hay gestos en la vida que a pesar de su simplicidad y sencillez sin embargo manifiestan en verdad nuestra grandeza y lo que son nuestros valores humanos. Una simple mirada de gratitud, una sencilla palabra como decir ‘gracias’, una sonrisa en la que hablan nuestros ojos sin necesidad de mediar palabra; un gesto de gratitud que es al mismo tiempo un gesto de humildad, porque cuando decimos gracias es porque sentimos en lo más hondo de nosotros mismos que no merecíamos aquello que con generosidad el otro nos ha ofrecido y de alguna manera nos sentimos en deuda; una palabra de gratitud no paga nada pero muestra nuestra humildad y nuestra humanidad.

Algunas veces nos cuesta decirla cuando nos quedan restos de orgullo y de amor propio, cuando aún mantenemos la autosuficiencia de que nos valemos por nosotros mismos sin necesidad de nadie y queremos seguir manteniendo las distancias porque nos creemos merecedores de todo. Y es algo tan sencillo de decir o de manifestar cuando de verdad somos humildes. Podemos ser muy cumplidores y hacer todas las cosas de la mejor manera que sabemos hacerlo, pero si nos falta esa humildad nos está faltando humanidad. Muchas cosas más podríamos seguir reflexionando hasta convencernos de verdad que tenemos que ser agradecidos y mostrarlo. Aprendamos a bajarnos de nuestros pedestales. A veces vamos tan engreídos que nos olvidamos o nos cuesta pronunciar esa palabra. Algunas veces es una cuenta que tenemos pendiente.

Es lo que hoy nos está enseñando el evangelio. Es el relato que se nos hace; mientras iban de camino en su subida a Jerusalén, en esta ocasión van atravesando Samaria, de lejos un grupo de leprosos que saben del paso de Jesús, sin atreverse a acercarse porque la ley se los impedía, gritan suplicando que Jesús tenga compasión de ellos. ¿Cuál va a ser la respuesta de Jesús? No es insensible Jesús al sufrimiento de los demás y los milagros son un signo de esa liberación que Jesús nos ofrece. Les envía para que se presenten a los sacerdotes que certificando su sanción les permitan volver a sus casas. Así estaba prescrito y es lo que Jesús les pide realizar.

Suponemos la alegría de poder volver a encontrarse con los suyos y la prontitud con que correrían para tener las correspondientes autorizaciones. Mientras van de camino se dan cuenta de que están curados. Están realizando lo prescrito en los protocolos correspondientes. Pero a uno de ellos no le preocupa ahora esos protocolos, se siente curado y sabe que es Jesús el que lo ha curado; para él es más importante en ese momento el volver atrás hasta donde está Jesús para decir gracias. Reconocían en su petición que Jesús podía hacer algo por ellos, reconoce ahora este hombre que verdaderamente Jesús ha hecho algo por ellos porque los ha curado. Viene a postrarse ante Jesús. ¿Y los otros nueve dónde están?

¿Dónde estamos nosotros?, sería la pregunta que tendríamos que hacernos. Sí, es nuestra gratitud a Dios de quien todo lo recibimos; así lo expresamos con nuestra fe, con nuestras súplicas y con nuestra acción de gracias. Esa tendría que ser nuestra auténtica oración, cada día, cada momento. Ese tendría que ser el sentido de nuestras celebraciones donde tendríamos que manifestar y cantar el gozo de la salvación que de Jesús recibimos. Pero ¿realmente son así nuestras celebraciones?

No es muchas veces la alegría lo que mejor expresamos de hecho en nuestras celebraciones que parecen aburridas en la mayoría de los casos y parece que estamos deseando que terminen para salirnos a irnos a nuestras cosas. ¿Acaso estamos realmente compartiendo con los que están con nosotros en la celebración esas cosas concretas por las que en ese momento damos gracias a Dios? Mucho tendríamos que revisar, un nuevo sentido de vida tendríamos que darle.

Pero no nos quedemos en eso, sino vayamos al día a día de nuestra vida, ahí en lo que son nuestras relaciones familiares, lo que es el trato con los amigos, lo que es la relación con los que estamos haciendo el mismo camino de la vida, vecinos, compañeros de trabajo, personas con las que nos cruzamos por la calle o compartimos un mismo transporte, ¿cuántas veces les decimos gracias? Y en cada uno de esos aspectos o situaciones seguro que tenemos muchos motivos para dar gracias, para ser agradecidos, para tener una palabra amable, para regalar el gesto de nuestra sonrisa. No vayamos de engreídos por la vida.


martes, 11 de noviembre de 2025

Demos gracias a Dios porque podemos por lo bueno que hacemos convertirnos en signos del amor de Dios alegrándonos del crecimiento de los demás

 


Demos gracias a Dios porque podemos por lo bueno que hacemos convertirnos en signos del amor de Dios alegrándonos del crecimiento de los demás

Sabiduría 2,23-3,9; Salmo 33; Lucas 17,7-10

Es cierto que humanamente nos gusta ser reconocidos y apreciados, que se tenga en cuenta lo que hacemos y sea valorado; y decir también que ésta ha de ser una buena actitud que nosotros tengamos hacia los demás, sepamos valorarlos, sepamos darle las gracias por lo que generosamente hacen por nosotros, por los favores recibidos o por los servicios que nos presten aunque sea desde la función que realizan en la vida; es cierto que una persona que como funcionario está realizando un trabajo en medio de la sociedad, sea un médico o un profesor, está trabajando en algún departamento o lleve una oficina de atención al público, lo hace porque es su obligación, es su trabajo, pero eso no es obstáculo para que nosotros cuando nos hacen ese servicio que es cierto que es su trabajo tengamos una palabra amable con esa persona y le demos las gracias. Nos gusta que sean agradables con nosotros, pero no siempre somos lo suficiente amables con aquellos que nos prestan un servicio.

Pero he comenzado hablando de que nos gusta ser reconocidos y apreciados, pero eso no significa que solamente hagamos las cosas buenas para colgarnos unas medallas, para que nos lo reconozcan, y si no lo hacen ya no quedamos contentos y va a ser luego motivo para no hacer cosas buenas por los demás. Es cierto que hay personas en la vida que van acumulando medallas de reconocimientos y diplomas de gratitud y parece que no hacen las cosas sino en búsqueda de esos méritos.

¿Cuáles han de ser nuestras motivaciones? Nuestra primera motivación tiene que ser el amor y el que ama se da, el que ama se hace servidor de los demos, el que ama busca hacer siempre el bien; es un amor que en fin de cuentas es reconocimiento del amor de Dios que nosotros sentimos; nos sentimos amados de Dios y nuestra respuesta no puede ser otra que la del amor.

Un amor que lo traslucimos en nuestra responsabilidad ante la vida, un amor que busca siempre la armonía y la buena convivencia, un amor que ofrecemos como la mejor contribución a hacer un mundo mejor. Un amor que nos lleva a construir el Reino de Dios sembrando, empedrando nuestro mundo de esos mejores valores de autenticidad, de búsqueda del bien, de generosidad y altruismo, de lucha por la verdad y la justicia, poniendo los mejores cimientos de la paz. Es lo que nos va enseñando Jesús en el evangelio. Como una semilla callada y que parece insignificante pero que va haciendo germinar de nueva vida nuestro mundo.

No vamos tocando campanillas para que sepan lo que estoy haciendo, no vamos haciendo ostentación de todo aquello con lo que contribuimos para hacer que nuestro mundo sea mejor, no buscamos la apariencia ni la vanidad; como nos dirá Jesús en otro momento que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Que nuestras obras sean siempre la búsqueda de la gloria de Dios.

Es lo que nos dice Jesús en el evangelio empleando una imagen muy propia de las costumbres de la época; por eso nos dice que aquel que ha estado todo el día en el campo con su trabajo, a la hora de llegar a casa ha de continuar con ese espíritu de servicio. Nos dice algo que nos puede dejar un tanto descolocados, pero tengamos en cuenta que emplea el lenguaje de su época, diciendo que el amo de casa no tiene que estar haciendo especiales reconocimientos, porque el siervo solo está haciendo lo que tiene que hacer.

Siervos en las manos del Señor tenemos que sentirnos, dándonos cuenta que nuestras manos, nuestras obras están prolongando esa obra de Dios para los demás, se están convirtiendo en signos del amor de Dios para todos. Y el sentir que el otro crece con nuestra ayuda o con nuestro servicio es la satisfacción que sentimos en nuestro interior y por lo que tenemos que dar gracias a Dios. ¿Nos alegraremos siempre nosotros del crecimiento de los demás quizás con la ayuda que nosotros podamos aportar? Demos gracias porque nosotros podemos convertirnos por lo bueno que hacemos en signos del amor de Dios para nuestro mundo.

 

lunes, 10 de noviembre de 2025

No es cuestión de arrancar moreras para plantarlas en el mar, sino de ese cambio profundo de nuestras actitudes interiores para saber escuchar y aceptar la palabra de Jesús

 



No es cuestión de arrancar moreras para plantarlas en el mal, sino de ese cambio profundo de nuestras actitudes interiores para saber escuchar y aceptar la palabra de Jesús

Sabiduría 1,1-7; Salmo 138; Lucas 17,1-6

Todos podemos ser pequeños en la vida, o todos tendríamos que tener en muchas ocasiones las actitudes o comportamiento de los pequeños; que no se trata solo de números o de cuestiones de edad, sino que, como decíamos, tendrían que ser nuestras actitudes, la simplicidad y sencillez con que vemos o con la que actuamos en la vida, la malicia que quitamos de nuestra visión de la vida y de las cosas, la apertura y confianza con que nos mostramos en nuestras relaciones.

Pero, ya sabemos, hay tantas cosas que nos quitan esa inocencia, que meten la desconfianza en el corazón, que nos hacen poner una pizca de malicia en lo que hacemos, o nos enturbian los ojos para verlo todo negro y con desconfianza; cuantas cosas que nos hacen daño, y que no son cuestiones solamente de índole sexual, sino que lo encontramos en la falta de rectitud en la administración de aquello que tenemos entre manos, la poca responsabilidad con que se asume las tareas de la vida, las influencias que se hacen sobre unos y otros para mover los hilos de los intereses particulares, la falta de transparencia con que se vive la vida y cómo se ocultan aquellas cosas que nos pueden perjudicar, las posturas exigentes sobre los que creemos más débiles mientras le pasamos todo a los que son de los nuestros, la poca sinceridad con que se viven las mutuas relaciones y la falta de comprensión con los débiles o los que van tropezando en la vida.

Son tantos los escándalos que vamos contemplando a diario en nuestra sociedad, son tantas las manipulaciones, es tanto el daño que nos hacemos mutuamente, porque quizás los que podrían influir en la mejora de nuestra sociedad son los van comportándose con esa falta de rectitud y de alguna manera están incidiendo para que los demás hagan lo mismo, caigan también por esa pendiente resbaladiza.

Como se suele decir, hoy en el evangelio Jesús pone el grito en el cielo. Lamenta Jesús esas actitudes y posturas, ese daño que nos hacemos los unos a los otros y del que no siempre somos ajenos o están lejos de nosotros. Jesús nos está señalando las buenas actitudes que tendríamos que tener los que queremos optar por el Reino de Dios. Curar esos daños pero también prevenirlos, hacer examen meticuloso de la vida y tratar de enderezar esos caminos que tantas veces se nos tuercen, mostrar lo que es la verdadera compasión nacida de la misericordia y ayudar a los que vemos que pueden tropezar en la vida para que encuentren esa fortaleza que necesitan.

Y nos habla Jesús del perdón y de la corrección; nos habla Jesús de que mantengamos esa sencillez y pureza de corazón porque de lo contrario estaríamos destruyéndonos los unos a los otros. Es lo que nos va enseñando Jesús, pero que tantas veces nos damos cuenta que nos cuesta. ¿Tendremos fe y fortaleza interior suficiente para caminar esos caminos de rectitud y no dejar que se enraicé el mal dentro de nosotros?

Los discípulos cercanos a Jesús se dan cuenta de lo que les cuesta y les parece que no tienen suficiente fe para actuar conforme a las palabras de Jesús. Por eso le piden, como un día le pidiera aquel padre que se veía impotente ante lo que tenía que hacer con su hijo, que les aumentara la fe. Ha de ser también nuestra oración, para que nuestros ojos se llenen de claridad y nuestro corazón camine con humildad, reconociendo también nuestra debilidad.

‘Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecerá’, les dice Jesús. No es cuestión de arrancar moreras para plantarlas en el mar, sino de ese cambio profundo de nuestras actitudes interiores para saber escuchar y aceptar la palabra de Jesús. ¿Seremos capaces?


domingo, 9 de noviembre de 2025

Damos gracias y pedimos a Dios por la Iglesia, dando testimonio de Iglesia con el compromiso de nuestra fe y amor siendo signo de comunión en medio del mundo

 


Damos gracias y pedimos a Dios por la Iglesia, dando testimonio de Iglesia con el compromiso de nuestra fe y amor siendo signo de comunión en medio del mundo

Ezequiel 47,1-2.8-9.12; Salmo 45; 1Corintios 3,9-11.16-17; Juan 2,13-22

¿Agua de vida o agua de muerte? Ya sabemos que cuando las aguas corren sin control y todo lo anegan a su paso se pueden convertir en algo destructivo por los primeros efectos que van produciendo a su paso. No nos gustan las inundaciones, imágenes tenemos recientes en la retina o en el recuerdo de los daños causados en los grandes temporales cuando lo arrasan todo a su paso; pero bien sabemos que cuando aquel torrente de agua impetuosa que baja de la montaña arrasándolo todo llega a la placidez de la tierra llana, donde ha dejado atrás aquella impetuosidad de destrucción se pueden convertir en agua fecunda que llenará de vida nuestros campos y que incluso aquel limo que ha venido arrastrando ahora se convierte en algo así como abono que va llenando de nueva vida allá por donde pase; habrá un resurgir de la vida, habrá una nueva floración, podremos luego recoger frutos hermosos porque de alguna manera también ha servido de purificación.

Es la descripción hermosa que nos hace hoy el profeta de aquella agua que manaba del templo y que crece y crece en su fluir, pero allí por donde pasa hará resurgir la vida, como el mismo profeta nos describe en los árboles frutales de sus orillas rebosantes de frutos. Una referencia hermosa al río de gracia que en la Iglesia de Cristo encontramos y que a nosotros nos llena de vida.

Es el texto que hoy la liturgia nos propone en esta fiesta de la dedicación de la Catedral de Letrán. Decir que es la catedral del Roma, la sede del Papa, Obispo de Roma, y que tiene un hermoso significado para toda la Iglesia, que es por lo que hoy la celebramos prevaleciendo esta fiesta incluso sobre la liturgia del domingo. La Iglesia madre de todas las Iglesias como se la ha querido llamar que nos hace sentirnos hoy en comunión con la Iglesia universal y en comunión con el Papa. Nos coincide además en nuestra Iglesia española que celebramos también en este domingo el Día de la Iglesia Diocesana. Una motivación más para reavivar ese sentido eclesial de nuestra fe con todas sus consecuencias. En ese sentido van todas las lecturas de la Palabra de Dios que hoy nos ofrece la liturgia de este domingo.

Se nos habla de ese edificio, de ese templo de Dios que es Cristo mismo, como se nos señala en el evangelio. ‘Destruid este templo y en tres días lo reedificaré’, que replica Jesús a quienes le interrogaban sobre su autoridad para la purificación del templo que más que una casa de oración la habían convertido en una cueva de ladrones. Templo y edificio de Dios fundamentado sobre Cristo mismo, como nos dice el apóstol san Pablo, ‘Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo’, nos dice.

No es una iglesia edificada por hombres, sino que el constructor ha sido Cristo. Es su Evangelio, es la Palabra de salvación que nos llena de vida.

Y aquí recogemos esa hermosa imagen con la que comenzábamos nuestra reflexión y que nos ofrecía el profeta. Esa agua que mana debajo de las puertas del templo de Dios es imagen de ese río de gracia que en la Iglesia de Cristo encontramos. En ella tenemos la Palabra de Dios, en su ministerio recibimos la gracia de Dios por los Sacramentos, en ella nos sentimos ese edificio de Dios donde queremos construir nuestra vida y no solo de una forma individual sino en esa comunión de hermanos que formamos todos los que creemos en Jesús.

Es la Iglesia madre que nos acompaña en cada una de las situaciones de la vida, por muy difícil que sea el momento en que nos encontremos; es la Iglesia en la que nos sentimos acogidos porque en ella encontremos siempre la misericordia del Señor, pero que también se convierte para nosotros en fuego fundidor que nos purifica; es la Iglesia que como maestra nos enseña y nos recuerda una y otra vez las enseñanzas de Jesús que también nosotros hemos de anunciar con el testimonio de nuestra vida; es la Iglesia fuente de vida para nosotros que en la medida que con ella nos sintamos unidos a Jesús podremos llenar de fecundidad nuestra vida y dar los mejores frutos; es la Iglesia que desborda su amor sobre nosotros y sobre el mundo queriendo que todo se transforme en ese Reino de Dios que para nosotros es la Iglesia; es la Iglesia que se convierte en aliciente para nuestro camino en el ejemplo de sus mejores hijos y por eso veneramos a sus santos que nos han dejado las huellas de su vida para siguiendo su senda mejor nosotros encontrarnos con Cristo; es la Iglesia ese manantial de agua que nos llena de vida, ‘agua de vida’ que nos hace fecundos en el amor, y se convierte en fuerza y alimento para que demos los mejores frutos para nuestro mundo.

Hoy al sentirnos por una parte miembros de nuestra Iglesia local, nuestra diócesis, pero también en comunión con toda la Iglesia de Cristo al celebrar la dedicación de la Basílica de san Juan de Letrán, Catedral del Papa, nos sentimos en comunión con nuestros pastores, nos sentimos en comunión eclesial que queremos expresar en todo el compromiso de nuestra fe que nos hace testigos y apóstoles del evangelio de Jesús. Damos gracias por la Iglesia, pedimos a Dios por la Iglesia, damos testimonio de nuestro sentido de Iglesia, y con el compromiso de nuestra fe y de nuestro amor queremos ser ese signo de Iglesia en medio de nuestro mundo.