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sábado, 13 de diciembre de 2025

Qué distinta sería la intensidad de vida que tendríamos si nos dejáramos incendiar por ese fuego del Espíritu

 


Qué distinta sería la intensidad de vida que tendríamos si nos dejáramos incendiar por ese fuego del Espíritu

Eclesiástico 48, 1-4.9-11b; Salmo 79; Mateo 17, 10-13

¿Necesitaremos nosotros palabras de fuego que nos hagan de nuevo hervir la sangre en medio de la atonía y la tibieza con que muchas veces andamos los que nos decimos seguidores de Jesús?  Nos hemos amoldado, nos hemos acostumbrado a la tibieza y ya pocos sentimos dentro de nosotros la inquietud por esa atonta espiritual que vivimos. Nos da igual que la gente crea o no crea, se interese o no por el mensaje del evangelio. Vamos cayendo por la pendiente de la rutina y ya no sabemos saborear las palabras del evangelio. Nos hemos acostumbrado a otros sabores que nos ofrece la vida que no sabemos captar ese sabor nuevo que nos da el evangelio.

Las practicas religiosas las hemos convertido en unos convencionalismos sociales y cuando vamos a participar en ellas no llegamos a saborear lo que el evangelio nos ofrece y muchas veces las convertimos en actos que nos vemos obligados quizás a realizar por unas costumbres o unas tradiciones, unas manifestaciones sociales muchas veces muy llenas de vanidad, pero sin hondura espiritual. Y claro encima diremos que somos cristianos de siempre, que nuestra familia siempre ha sido muy católica, que no hay que crea más que nosotros, pero eso no lo traducimos luego en unas vivencias, en unas actitudes, en una toma de posturas ante los diferentes problemas de la vida pero desde la exigencia de una fe y de unos valores que nos ofrece el evangelio.

En este sábado de la segunda semana de adviento se nos presenta la figura del profeta Elías al mismo tiempo que se nos habla de Juan Bautista. De Elías conocemos su celo de Dios, su defensa del nombre de Yahvé, su lucha incesante contra los baales o falsos dioses que se pretendían imponer en el pueblo y la sociedad judía desde ciertas influencias que desde los poderosos ejercían sobre la vida del pueblo. Su Palabra era vibrante, el celo que sentía por las cosas de Dios era algo que no se podía apagar en su corazón, aun con sus dudas y con sus miedos que le llevará al desierto casi con el deseo de morir en su impotencia por conseguir lo que pretendía, pero que le llevará a una experiencia de Dios que le impulsará a seguir realizando su misión profética.

En la tradición del pueblo judío permanecían en la esperanza de la vuelta del Profeta Elías. Y es por lo que ahora le preguntan a Jesús. Y Jesús les habla de Juan Bautista que con tanto ardor preparaba al pueblo en el desierto para la venida del Mesías. Y les da a entender que Elías ha venido, aunque a Juan no todos quisieran aceptarlo. Pero les señala también que esa es la condición del profeta cuando es fiel a su mismo y a su misión. Como diría el anciano Simeón de Jesús, será un signo de contradicción y hará que se decanten los corazones.

¿Temeremos nosotros ser ese signo de contradicción frente al mundo que nos rodea? La tibieza con que vivimos manifiesta esos temores. Necesitamos despertar ese fuego en nuestros corazones. La imagen que contemplaremos en Pentecostés con la venida del Espíritu Santo son precisamente unas llamaradas de fuego. Es lo que nosotros necesitamos, dejarnos conducir por el Espíritu divino para que se caldee nuestra vida, para que pongamos ese fuego en nuestro mundo. Ya nos dirá Jesús en otro momento que fuego ha venido a traer a la tierra, y lo que quiere es que esté ardiendo. ¿Estaremos en nuestra comodidad y en nuestras rutinas unos bomberos que apaguen ese fuego divino en nosotros?

Qué distinta sería la intensidad de vida que tendríamos si nos dejáramos incendiar por ese fuego del Espíritu. Por eso Juan anunciará que en Jesús seremos bautizados en Espíritu Santo y fuego.

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