Una
nueva mirada de comprensión desde el reconocimiento de la propia debilidad, un
impulso de ascesis y crecimiento que nos lleva a una más profunda
espiritualidad
Gálatas 5, 18-25; Salmo 1; Lucas 11, 42-46
Alguna vez habremos visto en algún
trabajo cómo un encargado de obra exigente trata de hacer llevar a un
trabajador un peso que supera sus fuerzas, pero que además dicho encargado no
es capaz de echar una mano para ayudar cuando ni él mismo es capaz de llevar
tremendo peso o realizar dicho trabajo que quiere imponer a su subordinado. Lo
consideramos injusto e inhumano, no lo soportaríamos quedándonos callados ante
tal situación.
No serán pesos materiales o trabajos
injustos de este tipo – que también los hay – pero si somos conscientes cuando
nos detenemos a pensar un poco de situaciones en que nos volvemos exigentes con
los demás cuando a nosotros mismos nos lo perdonamos todo; son, por ejemplo,
nuestras habituales criticas a lo que hacen los demás, los prejuicios con que
vamos tantas veces por la vida, o el juicio tan a la ligera que hacemos sobre
la vida de los demás, sin ser capaces de ponernos en su lugar, para ver
realmente lo que nosotros seríamos capaces de hacer. De qué manera tan fácil
caemos por esas pendientes de prejuicios, de condenas, de críticas sin mirarnos
primero a nosotros mismos.
Hoy contemplamos a Jesús que habla
palabras duras contra ciertos sectores de la sociedad de su tiempo y sobre todo
de aquellos que se consideraban dirigentes y desde unas opciones radicales se
volvían exigentes con los demás. Pero sobre todo Jesús está haciendo hincapié
en el vacío con que esas personas, sin embargo, vivían sus vidas cuando tanto les
exigían a los demás. Un vacío interior o una podredumbre que les llenaba de
malicias.
El camino de la vida tiene que ser de
otra manera; nuestras actitudes para con los demás tienen que estar más llenas
de autenticidad; hemos de saber ir a lo que verdaderamente es fundamental y no
quedarnos en superficialidades y apariencias. Son cosas con las que fácilmente
solemos tropezar cuando no hay verdadera profundidad en nuestras vidas. Tenemos
que ahondar en nuestro espíritu, pero no para buscarnos a nosotros mismos sino
para llenarnos de verdad del Espíritu de Dios que tiene que ser el que
verdaderamente nos guíe. Será ahí cómo tendremos una verdadera espiritualidad
que no se queda en cumplimientos o en apariencias. Esa sigue siendo una gran tentación
en nuestra vida y una piedra de tropezar.
Tenemos que saber buscar ese
crecimiento interior. Por eso necesitamos mucho también el mirarnos a nosotros
mismos para conocer nuestra realidad y no quedarnos entonces en apariencias;
cuando nos conocemos de verdad no entraremos en comparaciones con nadie, ni en
juicios de condena para con los demás, sino que aprenderemos a ser en verdad comprensivos.
Al darnos cuenta de nuestra realidad reconocemos nuestra debilidad, y cuanto
nos cuesta a nosotros ese crecimiento, esa superación de mi vida en la que
tengo que trabajar todos los días. No andaremos buscando justificaciones para
nosotros y nuestra mirada a los demás será bien distinta.
Una tarea de ascesis, de crecimiento,
de superación; una mirada de comprensión que se tiene que convertir en una mano
tendida para ayudar a caminar juntos y a sabernos levantar mutuamente en
nuestros errores y caídas; un comenzar a creer en la persona y en las
posibilidades que tiene en la vida porque siempre seremos capaces de recomenzar
lo que tantas veces hemos errado buscando el hacerlo mejor. Y eso nos hace
comprensivos, y como hemos alcanzado nosotros misericordia con la misma
generosidad queremos ofrecerla también a los demás.
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