Nos
admiramos y llenamos de gozo con la belleza de nuestros templos pero nos hemos
olvidado los cristianos de cómo hemos de ser signo del Dios con nosotros en
medio del mundo
Ezequiel 47, 1-2. 8-9. 12; Salmo 45; 1Corintios
3, 9c-11. 16-17; Juan 2, 13-22
Por razones pastorales a lo largo de
mis años he tenido la oportunidad de palpar en circunstancias distintas según
cada comunidad y según los tiempos diversas maneras con que el pueblo cristiano
manifiesta lo que significa para ellos tener un templo, tener una iglesia;
desde quienes no tenían nada y luchaban y buscaban recursos de la forma que
fuera para conseguir tenerla un día, la alegría que sintió aquel pueblo con la bendición
de su Iglesia que tristemente con el paso de los años en el reciente volcán desapareció
bajo el furor de la lava – fue la primera parroquia que tuve a mi cuidado -, o
de quienes buscaban la manera de tenerla muy cuidada, muy adornada, gastando lo
que fuera en tenerla dotada de todo, pero también muy hermosa con muchas flores
en sus fiestas o celebraciones; muchas más cosas podía recordar pero no quiero
extenderme en ello. La gente de nuestros pueblos ama a su Iglesia, y cuando
decimos que aman a su Iglesia la referencia son sus templos, que de alguna
manera se convierten como en un signo de identidad.
Me vienen a la memoria estos recuerdos
por una parte por la celebración que hoy nos ofrece la liturgia y los textos de
la Palabra de Dios que hoy se nos ofrecen. Litúrgicamente celebramos la Dedicación
de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, que es la Catedral del Papa, con
el hondo significado que tiene para toda la Iglesia, pues se le considera la
madre de todas las Iglesias. No nos podemos quedar en su suntuosidad que la
tiene, sino en el significado que tiene como ser el templo de la Sede de Pedro,
de la Sede o Cátedra del Papa; de ahí el nombre que se le da de Catedral. Ese
templo viene a ser como punto de unión y de encuentro de todos los cristianos
con el Pastor supremo de la Iglesia.
Pero eso nos tiene que llevar a algo
más. Ni nos quedamos en la suntuosidad de ese templo, como nos podemos quedar
en el cuidado de nuestros templos simplemente quedándonos en su belleza
externa. Tenemos que ir a algo más hondo. El Evangelio y la Palabra de Dios que
hoy se nos proclama vienen a ayudarnos. Nos habla el evangelio del templo de
Jerusalén que Jesús quiere purificar, porque en lugar de parecer una casa de oración,
de encuentro con Dios, poco menos que se había convertido en un mercado.
El gesto de purificación que Jesús
realiza, expulsando a los vendedores va a tener sonadas consecuencias que tiene
también sus resonancias en nuestra vida. Cuando vienen a pedirle con que
autoridad se ha atrevido a realizar esa purificación al expulsar a los
vendedores, les quiere hablar de otro templo que sí que hay que cuidar. Habla
de si mismo, que aunque quieran destruir su templo con la muerte, en tres días
lo reedificará, y está haciendo una referencia a su pascua, a su muerte y
resurrección, que los discípulos solo entenderán después de la resurrección de
Jesús de entre los muertos.
Pero está haciéndonos pensar a nosotros
hoy, ¿quiénes son ese verdadero templo de Dios? De ello nos ha hablado el
apóstol cuando nos recuerda que nosotros somos ese templo de Dios. ‘¿No sabéis
que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?’ nos dice
el apóstol.
Bien lo recordamos como hemos sido
ungidos en nuestro bautismo, consagrados con el Cristo Santo para ser una cosa
con Cristo, sacerdotes, profetas y reyes, pero para convertirnos en ese templo
del Espíritu, morada de Dios en medio de los hombres. Si nosotros confesamos
que Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando por nuestra consagración
bautismal hemos sido convertidos en ese templo del Espíritu, en esa morada de
Dios, podemos decir que tenemos que ser signos de ese Emmanuel, ese Dios con
nosotros, por la santidad de nuestra vida, por nuestra identificación,
configuración con Cristo, en medio del mundo que nos rodea.
Creo que son cosas que nos tienen que
hacer pensar. Nos admiramos y llenamos de gozo con la belleza de nuestros
templos, queremos lo mejor para nuestra Iglesia y nos gastamos lo que sea
necesario para mantenerlas dignas y bellas de manera que incluso puedan ser
admiración para quienes las visitan, porque además queremos que sean en verdad
ese signo religioso, ese signo de la presencia de Dios en medio de nuestros
pueblos.
Y aquí viene la pregunta que tenemos
que hacernos. ¿Nos habremos olvidado los cristianos de cómo por la santidad de
nuestras vida tenemos que ser ese Emmanuel, ese signo de Dios con nosotros en
medio del mundo? ¿Hacemos lo mismo por cuidar nuestra santidad personal que lo
que hacemos por mantener bellas nuestras iglesias? Puede ser un interrogante muy serio e importante
que nos hagamos a nosotros mismos.