Vamos demasiado indiferentes o interesados caminando por la vida y tenemos que romper ya de una vez por todas esas barreras que nos estamos interponiendo los unos con los otros
Filipenses 2,1-4; Salmo 130; Lucas 14,12-14
Un día le hicimos un favor a alguien, le prestamos un servicio, y el otro muy agradecido vino con muchas muestras de gratitud porque lo sacamos de un apuro, le ayudamos a resolver un problema, lo que sea, pero nosotros quizás le dijimos que no tenía importancia, que no merecía tales muestras de gratitud, porque en fin de cuentas ‘hoy por ti, mañana por mí’, y nos quedamos todos tan tranquilos.
Están bien esas muestras de correspondencia entre unos y otros que así nos manifestamos, y eso está como muy metido en la entraña de la gente, hoy te ayudo, mañana me ayudas; que hay que hacer una obra extraordinaria donde se necesitan muchos voluntarios, allá estamos porque los vecinos estamos para ayudarnos los unos a los otros, y quien a nadie ayuda, solo se verá porque nadie entonces le ayudará.
Pero ¿nos podemos quedar tan satisfechos con esa manera interesada de actuar, de ayudarnos? Como aquellos que dicen que son buenos amigos de sus amigos, pero ¿y de los demás? ¿No habrá como un vacío que rellenar de alguna manera debajo de todo eso?
Así vamos caminando por la vida, pero Jesús quiere ayudarnos a que cambiemos la visión, la perspectiva. Comemos con un amigo, con un extraño nos sentimos incómodos. Normalmente nos reunimos los que somos amigos, y está bien, pero ¿solo voy a entrar en comunicación con aquellos que tengo siempre a mi lado porque son mis amigos y ya se como sienten y como piensan? ¿No estaremos cerrando demasiado el círculo?
El amor generoso de verdad tiene que ser gratuito, es algo que regalamos, es algo de lo que nos desprendemos, porque es salirnos de nosotros mismos para ir al encuentro del otro, sea quien sea. Nos cuesta entenderlo, nos cuesta hacerlo en la práctica de nuestra vida, porque algunas veces aunque lo veamos claro, sin embargo no tenemos la decisión de comenzar a hacerlo. Pero en algo tiene que diferenciarse el amor cristiano.
Es lo que está planteando Jesús. Y además, podíamos decir, con cierta osadía. En este caso no es la gente que habitualmente viene a escucharle, ni son los discípulos que ahora ya le siguen por todas partes. Está en la boca del lobo, casi nos atreveríamos a decir. Lo han invitado unos fariseos a comer. Por supuesto, eran todos del mismo grupo. Ya al comienzo de la comida – tendríamos que haber leído este texto en días pasados pero con las celebraciones habidas se nos ha quedado en el tintero – Jesús había estado observando poco menos que los codazos que se daban unos a otros por intentar ocupar los puestos más principales, más honoríficos de la mesa; ya les había dicho, entonces, que cuando fueran invitados a comer ocuparan los últimos puestos, que ya el anfitrión se encargaría de subirte a mejores lugares si así lo consideraba.
Pero ahora Jesús da un paso más. Como solemos decir los canarios, no tenía papas en la boca, o sea que no se callaba lo que El consideraba que tenía que decir. Viendo el tipo de gente que estaba invitada a aquella mesa es cuando lanza el reto. ‘Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos’.
Y ahora no nos dice nada más el evangelio en este texto que hoy se nos propone. ¿Cómo se quedaría aquel fariseo que había invitado a Jesús, o aquellos fariseos que le acompañaban a la mesa? ¿Cuál sería nuestra reacción si nos encontráramos en las mismas circunstancias? ¿Lo habremos pensado quizás en algunas de esas comidas que hacemos en fiestas, en cumpleaños? ¿Seríamos capaces de planteárnoslo a ver cómo lo resolvemos en las ya cercanas cenas de navidad?
Pero no tenemos que buscar ocasiones extraordinarias. Pensemos en ello cuando buenamente estamos sentados a nuestra mesa en nuestra comida normal de todos los días. ¿A quien seriamos capaces de invitar a nuestra mesa?
Pero no es ya el invitar a comer en la misma mesa, sino es la actitud nueva que tiene que haber en nuestra vida con aquellos con los que cada día nos vamos encontrando en el camino, nos sentamos a su lado en el transporte publico, o están sentados en el mismo banco en la plaza, ahora que nos vamos encontrado con tanta gente que nos parece extraña, o esos emigrantes que nos llegan a nuestras tierras, y a los que no dirigimos quizás ni el más mínimo saludo.
¿No tendrían que ser otras las actitudes? Vamos demasiado indiferentes caminando por la vida y tenemos que romper ya de una vez por todas esas barreras que nos estamos interponiendo los unos con los otros. Y lo reflexiono y lo digo en alta voz para ver si yo también soy ya de una vez por todas de cambiar mis cobardías e indiferencias.
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