Con
la fuerza del Espíritu del Señor el hombre puede siempre transformar su
corazón, siempre tiene que resplandecer la misericordia y el amor
Filipenses 3, 3-8ª; Salmo 104; Lucas 15,
1-10
Siempre hemos oído decir, y además
dicho con mucha seriedad y muchos razonamientos, que una manzana podrida en el
cesto dañará a todas las manzanas, y lo mejor que podemos hacer es quitarla.
Esta bien ese razonamiento, pero lo que ya no me parece tan claro, sobre todo
después de escuchar el evangelio de hoy, es que eso lo apliquemos con la misma
rigidez a las personas. Son los consejos que tantas veces hemos escuchado y
dado nosotros también queriendo precaver la inocencia o el corazón limpio de
los demás.
Y digo que no me parece tan claro
después de escuchar el evangelio de hoy. También los fariseos consideraban como
manzana podrida a los publicanos, que en fin de cuentas era una profesión, y a
todos los que asimilaban a ellos como pecadores. Precisamente vemos las
reservas, los comentarios que se tienen entre ellos porque Jesús como con
publicanos y pecadores; quien se mezcla con esa clase de gente es que son como
ellos, estarían pensando. Y ofrecen ese comentario en el descrédito que quieren
sembrar sobre Jesús, su enseñanza y su vida.
Pero ¿qué nos está enseñando Jesús? Las
personas no somos simplemente una manzana que cuando se pudre ya no hay nada
que hacer con ella. Las personas tienen la posibilidad del cambio y de la
conversión. Es precisamente lo que Jesús anuncia y pide para todos desde el
comienzo de su predicación. Si en las personas no hubiera esa posibilidad del
cambio, inútil sería la predicación de Jesús que está invitando siempre a la conversión
y nos está manifestando continuamente lo que es la misericordia del Padre. Esto
ya tendría que hacernos pensar y ver si de alguna manera nosotros no seguimos
manteniendo la misma actitud que tenían los fariseos.
Por eso Jesús acoge a los pecadores y
come con ellos. Porque como nos dirá en otro momento El es el médico que ha
venido para sanar a los que están enfermos, y los signos y milagros que realiza
cuando cura a los paralíticos o a los leprosos, devuelve la vista a los ciegos
o hace hablar a los mudos es el signo de esa sanción más profunda que Jesús
quiere para el hombre, quiere para nosotros.
Por eso hoy nos habla de la oveja
perdida que va a buscar por montes y barrancos hasta que la encuentra. O nos
habla de la mujer que barre y revuelve toda la casa hasta que encuentre la
moneda que se le había perdido. Son imágenes que nos están hablando de esa
misericordia de Dios, que nos busca porque nos ama, que quiere el bien para
nosotros y que seamos sanados en el amor.
No cuesta reconocer que somos esa oveja
perdida, porque siempre nos consideramos buenos, nos cuesta reconocer que hay
extravíos en nuestra vida, porque todos nos equivocamos, cometemos errores, nos
llenamos de confusión y no sabemos siempre discernir lo que es lo bueno que
tenemos que hacer, porque también hay malicia y maldad en el corazón para
dejarnos llevar por ambiciones o fantasías, por vanidades o por resentimientos,
porque somos débiles y perdemos la intensidad que tendría que tener nuestro
amor y caemos en el egoísmo y en la insolidaridad.
Grande puede ser nuestro pecado, porque
no somos santos, pero más grande siempre será la misericordia y la compasión
infinita de Dios. Acaso tendríamos que reconocer esa ceguera que tantas veces
se nos mete en la vida que nos hace creernos superiores y que no aceptamos la
posibilidad de cambio también de los que a nuestro lado, igual que nosotros, también
cometen errores. Con la fuerza del Espíritu del Señor el hombre puede siempre
transformar su corazón. No somos nadie para apartar a un lado a nadie porque lo
consideremos un pecador. Siempre tiene que resplandecer la misericordia y el
amor.
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