Aprendamos
la sabiduría de Dios leyendo con humildad nuestra vida, tal como es, dejándonos
conducir por el Espíritu de Dios que se nos revela
Eclesiástico 15, 1-6; Salmo 88; Mateo 11,
25-30
Todos sentimos admiración por las
personas sabias. Y podemos pensar en sus mutuos conocimientos en todas las
materias, o en especialidad en aquellas cosas que son su dedicación primordial,
ya sea por su profesión, por los estudios que haya realizado, por el mundo de
la investigación en el que se ha
comprometido, o aquello que son sus tareas que realiza, podíamos decir, a la perfección.
Son como una enciclopedia, solemos decir, porque de cualquier cosa que traten
es como si abrieran la página de su saber para dejarnos maravillados.
Pero bien sabemos que la sabiduría no se
queda ahí, o que más bien no está solo en los conocimientos que hayamos podido
adquirir. Bueno, sí, es un conocimiento que hemos adquirido, pero no por esos
estudios, por esa dedicación científica, sino por lo que realmente en la vida,
con todo eso si queremos también, hemos ido adquiriendo. Y esos sí que nos
dejan una sombra o un resplandor en nuestra vida que no podremos olvidar ni
tampoco valorar quizás lo suficiente. Todos tenemos la experiencia de habernos
encontrado con personas, sin esa cultura aprendida por así decirlo en los
libros, que sin grandes conocimientos de cosas especiales, sin embargo nos
trasmiten una sabiduría de la vida que sí que nos produce honda admiración.
Personas que han sabido rumiar la vida,
personas reflexivas que pasan una y otra vez por su mente y sobre todo por su corazón
aquello que sucede, aquello que ven a su alrededor, y en ese rumiar han sabido
leer un sentido, un valor, han ido adquiriendo esa sabiduría. Tendría que ser también
nuestro camino, la senda por donde vayamos desarrollando nuestra vida.
Tenemos que aprender a detenernos a
contemplar, no solo las cosas, sino lo que es la vida misma para estrujarla en
nuestra mente y sacarle su jugo. Contemplamos, sí, la belleza de un racimo de
uvas, y podemos decir maravillas para descubrir su color, su forma, sus
perfumes, pero si queremos sacarle el verdadero jugo que nos dará un sabroso
vino tenemos que estrujar ese racimos, sacando así toda la potencialidad que
lleva en su interior, para poderlo disfrutar de verdad.
Es lo que tenemos que ser y hacer en la
vida. Pero para eso hay un paso importante, hacernos pequeños, aunque a veces
parece que somos estrujados por la vida. Descubriremos toda nuestra riqueza
interior, pero al mismo tiempo nos sentiremos elevados porque habrá algo que no
recibimos de nosotros mismos, sino que en nuestra fe decimos y descubrimos que
es Dios que se nos está revelando en nosotros.
Nos dejamos guiar humildemente,
diciendo quizá como aquel sabio de la antigüedad, solo sé que no sé nada, pero
adquiriremos la sabiduría de Dios que se solo se revela a los que así se hacen
pequeños. Nuestros apetitos de grandeza no nos valen de nada, la prepotencia
con que quizás queremos presentarnos ante los demás al final se diluirá y nos
caeremos como se cae un castillo de naipes. Cuantas ambiciones que se quedan en
un vacío, porque puede haber mucha apariencia externa, pero interiormente no
son nada, terminan perdiendo el rumbo de su vida.
Es lo que hoy escuchamos en el
evangelio en labios de Jesús que da gracias al Padre porque esa revelación de
Dios ha llegado no a los prepotentes y orgullosos, sino a los pequeños y a los
sencillos. Son los que van a seguir de verdad a Jesús, porque se dejarán
conducir por el Espíritu de Dios.
Hoy este texto del evangelio nos lo ofrece
la liturgia en la fiesta de santa Teresa de Jesús que hoy estamos celebrando. Hoy
la admiramos y admiramos su obra. Contemplamos aquellos caminos que ella
recorrió fundando nuevos conventos tras la reforma del Carmelo. Pero antes ella
hizo un camino de largo recorrido; es cierto que tenia ese espíritu andariego,
porque ya de niña quiso irse a las Indias para anunciar el evangelio en
aquellas nuevas tierras que se habían descubierto. Pero no era ese el camino
que había de recorrer.
Fueron largos años en el convento en
medio de muchas turbulencias en su vida que le hizo descubrir todo el misterio
de Dios en su vida para ser una gran contemplativa. Entro al convento con la
prepotencia propia de su época y de su juventud, pero en enfermedades, en
contratiempos que le hizo incluso en momentos estar lejos del convento, fue
haciendo un camino de humildad para dejarse conducir por Dios. Descubrió así la
verdadera llamada que Dios le estaba haciendo para la reforma del Carmelo y así
emprendió el camino que ahora Dios le señalaba. No fueron solo sus recorridos
por los caminos de Castilla para fundar conventos, sino la renovación que en la
Iglesia estaba provocando. Se hizo pequeña y encontró el verdadero rostro de
Dios que se le revelaba en la contemplación, su mística divina de la que nos
quería hacernos participar.
¿Encontraremos nosotros esa sabiduría
de Dios? ¿Sabremos hacernos pequeños y humildes para dejarnos conducir por
Dios? Tenemos que aprender a leer la vida, nuestra propia vida en su recorrido
tal como lo hayamos realizado, con sus luces y con sus sombras, con nuestros tropiezos
o también con sus momentos buenos, para llegar a descubrir de verdad lo que
Dios quiere de nosotros, para alcanzar esa sabiduría de Dios.
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