Nos gozamos con la presencia de María, el regalo de
una madre que Dios ha querido darnos, y no nos cansamos de piropearla porque se
merece todo nuestro amor de hijos
Zacarías 2, 14-17; Salmo Lc 1, 46b-55; Lucas 1, 26-38
Los enamorados se dicen una y otra vez
palabras de amor y no se cansan nunca de repetirlas. Cuando algo nos gusta no
nos cansamos de admirarlo y saborearlo, es más, cada vez le encontramos más
sabor enriqueciendo la capacidad de nuestro propio paladar.
Hoy estamos celebrando una advocación
de la Virgen que nos lleva a repetir una y otra vez piropos de amor para la que
es nuestra madre, depositando en su corazón todo lo que es nuestra vida, con
nuestros anhelos y preocupaciones, con nuestros deseos y con nuestras alegrías,
desde nuestras penas y nuestros sufrimientos, porque sentimos que es la madre,
y la madre no se cansa nunca del amor de sus hijos, y tampoco los deja
abandonados en sus angustias y en sus penas.
Una advocación de la Virgen que se
convierte en un bello ramillete de rosas de amor cuando le repetimos una y otra
vez las palabras del ángel que la hacían sentirse la agraciada del Señor,
reconociendo desde su humildad las maravillas que el Todopoderoso realizaba en
ella y a través de ella derramando su misericordia de generación en generación
para todos los hombres. Hoy la llamamos y la invocamos como la Virgen del
Rosario, que al mismo tiempo se convierte para nosotros como una escala a
través de la cual le hacemos llegar los efluvios de nuestro amor.
Ha sido una devoción bien enraizada en
el pueblo cristiano , pero que no se queda en lo popular a pesar de tantas
tradiciones populares que en torno a su imagen en esta bendita advocación del
Rosario expresan la devoción y el amor que sentimos por Maria como abogada en
todas nuestras necesidades, sino que tiene también un profundo sentido teológico
porque al repetir una y otra vez con las cuentas del rosario las palabras del
Avemaría al mismo tiempo vamos considerando y contemplando todo el misterio de
Cristo que a través de María para nosotros se hace tan cercano y tan vivido.
María nos enseña a contemplar a Cristo
para ser capaces de mirarlo a través de sus mismos ojos. Pensemos cómo María en
tantos momentos, como saben hacerlo las madres, se pondría a rumiar en su corazón
todo aquel misterio de Cristo que junto a ella se había ido desarrollando. En
un momento el evangelio nos dice que María, todo aquello que contemplaba, lo
guardaba en su corazón. ¿Y para qué guardan en su corazón las madres los
acontecimientos de la vida de sus hijos? Hace suyos la madre esos
acontecimientos de la vida de sus hijos, se duele con sus sufrimientos y se
goza con sus alegrías, se ve en ellos reflejada por las buenas semillas que fue
plantando en sus corazones que ahora se manifiestan en lo que van realizando en
su vida y tendrán siempre la palabra oportuna para alentar y para animar en el
camino que se les pueda hacer difícil. Cómo conforta la presencia de la madre,
aunque sea en silencio, en esos momentos de lucha y de superación.
Nadie como una madre los conoce tanto,
nadie puede hablarnos de alguien mejor que lo que pueda hacerlo una madre. Así
María quiere hacer con nosotros, ser para nosotros esa presencia de Madre que
nos alienta y nos anima así como maestra que nos enseña y transmite todo el
misterio de Jesús que nadie como ella vivió con tanta intensidad cuando la
invocamos con el rezo del santo Rosario. Es una meditación y una contemplación,
al tiempo que es un plasmar en nuestro corazón a través de los ojos de María
todo ese misterio de Cristo.
Nunca una madre quiere sustituir la acción
que el hijo tiene que realizar, pero sí será siempre un estimulo para que
realicemos nuestro camino. Tampoco quiere María sustituir la acción de Jesús –
por lo que tenemos que cuidar muy bien lo que tiene que ser nuestra devoción a
María – sino que siempre está el impulso que continuamente nos recuerde que es
a Jesús a quien tenemos que escuchar y al que tenemos que obedecer con nuestra
obediencia de fe y de amor para realizar cuánto El nos diga.
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